LA COSITA.

 



Hoy, después de una noche en la que no dormiría ni dos horas, me encuentro en un estado lamentable. Si fuera un objeto, diría que estoy apoyado por su vértice, con una gran inestabilidad dentro del espacio que me rodea.
A veces me doy cuenta de que mi estado mental no está nada bien. Son momentos en los que parte de mí se vanagloria de una gran lucidez, y me observa. Comprueba situaciones recientes, actos que realizo sin ningún control, solamente con cierta censura por mi parte, para pasar desapercibido si soy observado. Son casi compulsivas en mí las ceremonias. Situaciones que si no realizo, enfermizamente, pienso que en la siguiente e inmediata parte temporal de mi vida tendré mala suerte, incluso pensando que por hechos indeterminados no seguiré vivo.
Es esta una parte de que mi "controlador" certero me dice que no me encuentro bien. Lo otro son las obsesiones, los pensamientos horribles de hechos que podría llegar a realizar, los actos compulsivos si me encuentro a gran altura de la calle en mi vivienda, mirando por la ventana, viendo pasar a la gente, esa sensación conmigo mismo de preguntarme, y si ahora, en este instante..., me precipitase al vacío.
Vienen pensamientos de mi infancia, a veces, llenos de sufrimiento.
Era habitual que mi padre me pegase con el cinturón sin ningún miramiento del lugar de mi cuerpo que me azotaba. En aquellos años de mi vida era un onanista empedernido mientras despertaban los impulsos sexuales de una forma extraña y salvaje.
Había sido el Párroco de Piedra Fría, Don Aniceto Crisosto Astido, del que en aquel tiempo presté servicios de monaguillo, el que me introdujo el dedo índice debajo de mis pantalones cortos, moviendo mi “cosita”, de un lado al otro hasta conseguir una incipiente erección, luego de esa sensación de sentir que aquello tan flácido tenía una primigenia y extraña dureza, y de como Don Aniceto, subía y bajaba cuidadosamente mi frenillo, hasta echar unas extrañas gotitas que me producían un placer nunca sentido.
Esa forma condicionada de disfrutar de un órgano de mi cuerpo, quizás fue lo que derivó en aquella compulsión diaria de repetir y repetir los movimientos, primero con mi dedo índice, y luego, subiendo y bajando frenéticamente mi prepucio.
Mi padre de aquella, viéndome tan delgado, tísico como el le decía a mi madre, y sospechando de mi compulsión me amenazaba de atar mis manos al respaldos de una silla, el tiempo que hiciera falta.
Mi desasosiego fue creciendo, quizás proporcional al aumento de mi obsesión por conocer más de aquellas partes de mi cuerpo desconocidas, orientadas a tareas que nadie me había explicado.
Iba a observar con frecuencia a las mozas de un pueblo cercano llamado Ruivás, que bajaban al mercado quincenal, y al baile cristiano en el salón de la Rectoral. Solían cambiarse la falda detrás de un pajar que teníamos en la vuelta del Rodamón. Yo allí escondido retiraba dos piedras de la pared que daba a la parte de atrás, y las veía cómo se cambiaban su falda llena de polvo, por otra limpia y más nueva y reluciente, a veces también sus bragas, viendo entonces sus coños llenos de frondoso pelo negro y rizado. Era tal mi emoción, que iniciaba la maniobra de Don Aniceto, hasta conseguir que aquellas gotitas blancuzcas saliesen de mis entrañas con aquel placer que me hacía estremecer.
Podría decir que la medición del desarrollo de mi niñez fue en paralelo a la cantidad y el aumento de semen que salía de mi “cosita”.
Luego de aquello, que decir de mi gran imaginación. Mi atracción por las mujeres jóvenes, gordas y frondosas, mientras me masturbaba con aquellas oníricas visiones de yo subido sobre una blanda y neumática mujer, metiéndole mi “cosita” y agitándome poseído de una extraña y rítmica compulsión. O de cómo yo, echado sobre un colchón, y sobre mi cara aquella gorda a lo Botero, agachándose despacio hasta posar su coño peludo sobre mi boca, moviéndose hacia los lados, o arriba abajo, sobre mi lengua que sacaba a todo lo que daba.
Podría estar relatando mis fantasías largo tiempo. Mi otra parte sabe de mi mente enfermiza. De mis estados con esa, digamos, catatonia ceremoniosa de actos preventivos de la suerte. Mis largas obsesiones repetidas, la incertidumbre que aprisiona mi mente pensando en un futuro incierto, lleno de peligros, miedos a sentir dolores imposibles de soportar, de que en el bien de mi propia mutilación puedan inmovilizarme mecánicamente si llego a estar en cualquier centro de salud mental.
También es de especial causa de desazón lo que el tiempo representa. Ver en otros congéneres lo que podría ocurrir conmigo. He de decir que estos amaneceres casi sin noche son como un axioma cuyas consecuencias, creo que no podré razonar, sobre esta ventana en la que observo los camiones de reparto, y una acera que parece tan lejana que me aterroriza, por lo que ahora mismo pienso, mientras mi "controlador" mira este vacío interior que me asola.
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Comentarios

Anónimo ha dicho que…
De gran descripción, lenguaje nuevo y ágil. Me gustó mucho.

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