NACIONAL.
Era el 22 de diciembre de 1984, un día que olía a pólvora de petardos y café con leche en vaso de duralex. En la radio del coche sonaban los inconfundibles cánticos de los niños de San Ildefonso: —¡Millóón de peeeesetas! —entonaban con esa cadencia solemne que convertía un sorteo en un rito casi sagrado. Yo iba de regreso a casa con mi Renault 5 verde oscuro, el orgullo de mi garaje. No era coche de lujo, pero tenía su gracia. Los de la oficina me decían que parecía sacado de un anuncio de detergente, y yo les respondía que con él no había curva que no pudiera tomar ni cuesta que no pudiera subir. El día había amanecido gris, de esos que parecen prometer lluvia pero luego solo dejan un frío que cala. Había hecho mis recados en León, me había tomado un chocolate con churros en una tasca y comprado un décimo de lotería de esos que nunca tocan, pero que siempre se compran "por si acaso". En la carretera de vuelta, me encontré con un camión cargado hasta los topes de cerdos. Un...