NACIONAL.

 



Era el 22 de diciembre de 1984, un día que olía a pólvora de petardos y café con leche en vaso de duralex. En la radio del coche sonaban los inconfundibles cánticos de los niños de San Ildefonso:
—¡Millóón de peeeesetas! —entonaban con esa cadencia solemne que convertía un sorteo en un rito casi sagrado.

Yo iba de regreso a casa con mi Renault 5 verde oscuro, el orgullo de mi garaje. No era coche de lujo, pero tenía su gracia. Los de la oficina me decían que parecía sacado de un anuncio de detergente, y yo les respondía que con él no había curva que no pudiera tomar ni cuesta que no pudiera subir.

El día había amanecido gris, de esos que parecen prometer lluvia pero luego solo dejan un frío que cala. Había hecho mis recados en León, me había tomado un chocolate con churros en una tasca y comprado un décimo de lotería de esos que nunca tocan, pero que siempre se compran "por si acaso".

En la carretera de vuelta, me encontré con un camión cargado hasta los topes de cerdos. Un olor rancio me inundó los pulmones y, decidido a librarme de aquel tufo, apreté el acelerador y adelanté al mastodonte sobre ruedas. Lo que no vi, por mi mala suerte, fue que más adelante venía otro camión igual de cargado y con un hedor incluso más potente. Para mi desgracia, no había forma de adelantarlo sin jugarme la vida, así que quedé atrapado entre ambos, como el jamón en un bocadillo, pero sin pan ni gracia.

El aire estaba impregnado de ese tufo dulzón y asfixiante que tienen las granjas. Los cerdos chillaban como si supieran que su destino estaba en una carnicería. Y yo, en medio de aquel concierto porcino, intentaba no respirar profundo.

Pasé así kilómetros interminables, cada vez más enfurecido. Cada vez que intentaba abrir la ventana para ventilar el coche, el olor entraba con más fuerza. Me acordé de mi madre, que siempre decía que "por la carretera se ve lo que es uno". Pues ahí estaba yo, oliendo a cerdo, atrapado entre dos camiones, sin otra cosa que escuchar que la dichosa lotería en la radio.

Al llegar al cruce antes de León, los camiones redujeron la velocidad. Yo, apretando los dientes y con una mano en el claxon, les adelanté como alma que lleva el diablo, dejando atrás aquel convoy del apocalipsis porcino.

Cuando llegué a casa, me recibieron con una sonrisa y la pregunta habitual:
—¿Te ha tocado algo?
Me quité la bufanda impregnada de olor y dije:
—Me ha tocado un viaje entre dos camiones de cerdos. Eso sí que es suerte.

Desde ese día, cada vez que escucho a los niños de San Ildefonso, no pienso en premios ni en Navidad, sino en la carretera, en el R5 verde oscuro y en el olor a cerdo que me acompañó durante toda aquella jornada. Cosas de la vida en España, que siempre mezcla lo sublime con lo grotesco, como si el destino tuviera un sentido del humor algo retorcido.


Comentarios

Entradas populares de este blog

LÓGICA.

PEYRONE

CANCIÓN SIN MÚSICA.