ESTIÉRCOL.




De lo que a veces intentas huir cuando recuerdas.
Qué fascinación hipnótica ejercían en mí aquellos insectos de guerra. Los escarabajos peloteros moldeando bolas de estiércol bajo el sol despiadado de agosto, con una devoción ciega, casi mística. Eran guerreros condenados, sus corazas negras destellaban como armaduras, avanzando con obstinación suicida hasta que el cuerpo les fallaba y quedaban inertes en el polvo seco. Era un niño de campo, un salvaje. Cuando iba a gatas, me llamaban “cacadevaca” cada vez que mi curiosidad me empujaba a tocar, a oler, a hundir los dedos en los montículos parduzcos donde ellos danzaban. Cuando agosto agonizaba, las tardes eran largas y pesadas, como si el tiempo mismo se derritiese en la brisa ardiente. Las contraventanas cerradas encerraban un calor pegajoso, sofocante, pero yo huía al exterior, a la frescura áspera del estiércol seco, escarbando en busca de mis criaturas mágicas: escarabajos, ciervos voladores, moscas de un verde metálico. Era un dios menor y cruel, encerrándolos en cajas de cerillas, arrancándoles alas, rompiendo sus cuerpos hasta que no quedaba más que temblor y desesperación. A veces los colgaba con hilos de coser. Allí se balanceaban, crucificados, sobre los varales del fréjol, sobre los emparrados de las cercas. Una pequeña galería de horrores, agitándose al ritmo de un viento indiferente. Un espectáculo perverso para un niño de manos sucias y mirada febril. En casa, mi padre, sudoroso y con las piernas cubiertas de costras rojas, se rascaba sin descanso, como si quisiera arrancarse la piel. Lo veía inclinarse sobre el jergón, frotándose con aquella pomada blanca mientras afuera el calor hacía vibrar el aire como un espejismo. Landero, el idiota del pueblo, pasaba gritando con su chaqueta de fardel, su ombligo al descubierto, y todo en su andar torpe parecía una burla grotesca de la dignidad humana. La cama de mis padres era un altar de desgaste y desolación, con dos huecos en el colchón que hablaban de años de abandono. Recuerdo las moscas, enormes y lentas, golpeando los vidrios como almas condenadas, mientras mi madre yacía desnuda bajo mi padre, su cuerpo moviéndose al compás de un ritmo animal. La puerta de la habitación se balanceaba con un quejido lastimero, como si el aire caliente quisiera entrar para presenciar el espectáculo. Y yo observaba. Desde las rendijas, veía la mano enorme de mi padre aferrarse a las caderas anchas de mi madre, sus dedos enterrados en su carne como si quisiera moldearla, domarla. Sus cuerpos chocaban con un sonido húmedo, carnoso, como si el mismo acto de vivir estuviera lleno de violencia. Al final, mi padre se desplomaba con un gruñido, derrumbándose sobre ella como un árbol herido, mientras el calor de la tarde seguía respirando en la habitación. Luego corría hacia mis bichos, hacia mis varales. Los hilos se balanceaban con los cadáveres de mis presas, y el último ciervo volador todavía movía sus cuernos, apenas, con un esfuerzo tan tenue que parecía una burla de la vida. Y entonces, en ese silencio, entendía que todo –los escarabajos, las moscas, mi padre y mi madre, yo mismo– avanzábamos ciegos, lentos, hacia la misma muerte.

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