ÁGUILA.

 



El hijo de puta del cuarto D tiene el lomo tatuado con un águila que se mantiene en pie y alerta sobre unas espaldas inmensas. Un águila que parece vigilar, desde su piel, todo lo que ocurre en este edificio de paredes delgadas y miradas gruesas.

Sabes. Pero yo quiero rajarlo. Quiero meterle la hoja de venteo que tengo de una navaja mediana de Taramundi, afilada como el rencor, hasta donde le llegue. Dejarle entrar el aire para que ventile la "patata", como dicen por aquí. Para que sepa lo que es respirar con el miedo pegado a las costillas.

Mi Dolores ya me lo dijo dos veces. Dos veces, con esa voz que tiembla entre el enfado y la vergüenza. "Se asoma por la ventana del salón al patio de luces", me contó, "y coge las bragas escuálidas de su parienta. Las huele, las mira con esa sonrisa de conejo, mientras yo retiro las mías, hermosas, a lo XL, del tendal".

Y sí, las de mi Dolores son hermosas. Grandes, como todo en ella. Como su risa, como su rabia, como su manera de mirarme cuando sabe que estoy a punto de hacer una tontería. Pero esta vez no es una tontería. Esta vez es justicia. Porque a ese hijo de puta, sin trabajo conocido y con demasiado tiempo libre, le va el culo de mi hembra. Lo sé. Lo he visto en sus ojos, en esa sonrisa torcida que se le escapa cuando piensa que nadie lo mira.

"¿Y qué vas a hacer?", me preguntó Dolores anoche, mientras me servía un plato de sopa que sabía a rabia. "¿Vas a dejar que ese desgraciado siga ahí, mirando, oliendo, sonriendo como si esto fuera su cortijo?"

No le contesté. Solo apreté el puño alrededor del cuchillo de Taramundi, que ya estaba en mi bolsillo, esperando su momento. Porque hay cosas que no se dicen. Se hacen. Y el hijo de puta del cuarto D va a aprender esa lección, aunque sea la última que le quede.

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