EFÍMERO.
Dejé de dudar de su equilibrio mental después de largas observaciones de su comportamiento. Nos habíamos conocido apenas hacía un año, en un encuentro no buscado, relacionado con nuestro trabajo.
A ella todo le parecía efímero, siempre. No era una casualidad: era su palabra preferida. Y también decía que, entre dos latidos de reloj, no había pausa, sino eternidad. Eran frases rimbombantes, simbólicas, muchas veces sacadas de contexto y sin venir a cuento, según se le ocurrían.
Decía aquello de: "Esto que te he dicho sería un hermoso verso para un poema del día a día".
Algunos festivos estábamos en la cama, una pierna sobre la otra, echados al atardecer, antes de que, según ella, se acabara el mundo y regresaran los jinetes del Apocalipsis para llevarse miles de almas, resaltando, miles de almas buena.
Aún persistía aquel olor a hierba cortada que entraba por la ventana que daba a un prado llamado la Hondonada, con algunas higueras y cerezos.
Su juego preferido era que le acariciaran por donde “el camino hacía la vida”.
Disfrutaba muchísimo si lo hacían. Siempre se disponía en esa situación: las piernas en cuclillas, esperando a que me acercara olisqueando por las sábanas, besando y lamiendo sus pantorrillas, en un protocolo que debías aprender como un diagrama matemático.
Cuando la conocí, llevaba un chihuahua de pelo denso, color marrón claro, de ojos saltones que lo observaban todo.
Me extrañó mucho el exceso de cariño que mostraba hacia aquel chucho. Sus frases eran de un empalago increíble; de no existir el perro y escuchar solo aquellas palabras, te imaginarías que hablaba de alguien a quien profesara un gran amor. Luego estaban aquellos lametazos del chucho en su boca, plenos, besos llenos de ternura.
Lo otro era aquella desolación que mostraba al hablar: cosas como "Mira a la gente bebiendo todo este vacío. ¿No te das cuenta? Nuestro problema es que no tenemos el mar cerca, el mar te deja huir si lo pretendes. Llegará la noche y ya no tendremos esperanza". Frases fuera de sentido que yo soportaba estoicamente porque, en realidad, su belleza era extraordinaria, sobre todo sus ojos verdes y sus largas, torneadas piernas. Me encantaba estar con ella, incluso, aguantando a muchas veces su trato despectivo
—Hay momentos en que solo sabes que eres frágil cuando transitas por el pasillo de un hospital a las tres de de la noche, cuando el magnetismos de la tierra se invierte, ese momento fatídico en que las almas se van, sin tener casi esperanza —balbuceaba.
Me decía: "Efímero, siempre".
Entre cada parpadeo de sus ojos, en los pliegues de su sien, si sonreía, cuando me miraba de cerca... Luego le preguntaba:
—Pero tú, ¿has estado a esas horas en un hospital, enferma o cuidando a alguien?
—Pues nunca estuve —contestaba—, solo me lo imagino muy real. A veces lo que digo se convierte en una premonición. Y además he leído mucho sobre ese tema, por que estadísticamente esa hora es fatídica en los hospitales
Habitualmente nos veíamos los sábados por la tarde.
Sobre la cómoda ponía un florero con flores silvestres y convertía la habitación en un lugar encantado de luz y penumbra, que ella llamaba "la antesala de la oscuridad y la nada". Por lo visto, procedíamos del negro absoluto, la mayor parte del cosmos era la negritud.
Recuerdo la primera vez que me indicó aquella especie de protocolo: el chucho, allí recostado sobre sus hermosas tetas; yo, a corta distancia en aquel viaje iniciático, acercándome lentamente a cuatro patas a su coño, cuidadosamente rasurado, con aquel piquito de pelo al final de la cúspide, como una señal indicativa de a dónde ir.
Le lamía el coño al ritmo que ella marcaba. Era un tiempo prolongado, incansable. Sentía cómo su humedad entraba en mi boca. Perdía la noción del tiempo. Ella cogía mi cabeza, a veces bruscamente, para apartarme, cuando se acercaba el momento crucial. Desde mi figurada atalaya, veía cómo el chucho se acercaba y proseguía, incansable, sacando su lengua una y otra vez, hasta que ella se corría de forma enormemente ruidosa, como si el mundo se acabara y todo fuera, realmente, lo que ella afirmaba: tan extrañamente efímero.
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