EL PATO.
-Sin aburrirte, eh. Tú lo lees, y ya me dirás.
-El que dialoga soy yo, tu te apañas. Piénsate que hablo sólo, de la Zulema. Que si me denuncia me pierde la vida, por algo que no ocurrió, por algo que fue una coincidencia de satanás, que me quiere mal.
Mira, si es importante lo que te voy a contar. Mi tío Raimundo, de Bilardón, un hombre muy estudiado, solía decir que, si se regenerase en otra vida, querría ser un clítoris. “Son listísimos”, afirmaba con esa seguridad que solo tienen los que han leído mucho. Y no te lo decía un cualquiera, te lo digo yo: este paisano estaba preparado. Y te digo lo de la importancia, y no es un suponer. A la hembra hay que tratarla con calma, sin prisas, sin arremeter como un toro en celo. Hay que acercarse con reverencia, sin ascos, porque aquello es un santuario. La lengua debe moverse como si rezaras, con devoción, para que ella sienta el fervor y suene a charca. Lo seco es mojama, ya sabes. Si no, se les va la cabeza, y ahí se queda, una y otra vez, hasta que la frustración se convierte en mala hostia contra ti. Y nunca sabes cuándo estallará.Yo, con Zulema, la mayoría de las veces iba al grano, sin preámbulos. Contaría con los dedos de una mano las veces que la calenté antes del trote. Ella, poco a poco, me fue cogiendo ojeriza. Me llamaba degenerado, “soplapollas” y otras lindezas que prefiero no repetir aquí.
—Te digo —murmuraba yo, como si eso justificara algo.
Hasta le tenía miedo. No fuera a ser que su obsesión se desbordara y me acusara de algo grave. Estos tiempos están revueltos para los hombres, ya sabes. Me lo decía a mí mismo, una y otra vez: “No te acerques a ella”. Pero nunca le levanté la mano, aunque la situación empeoró cuando la dejé embarazada de Palomita. Fue un mal cálculo, un “interruptus” fallido en el valle de Piago, sobre un “reverdor” de alfalfa. No pude retroceder a tiempo. El tiempo las cambia, sabes. Ahora, si intento acercarme, me da coces. Dos veces me ha golpeado en los mismos huevos, y te aseguro que duele como si vieses las estrellas. Allí, en la entrepierna, el dolor escuece como el demonio.
—Sabes, el día del “acabose” siempre llega —me digo a mí mismo.
Te lo cuento como si fuera ahora mismo. Para que veas que lo tiene en la cabeza. Pero, oye, degenerado no soy. Aunque las armas las carga el diablo, y yo me obsesiono con la idea de que quiere denunciarme a la Guardia Civil.
-Así te lo digo, sí.
La niña estaba allí, mirando extrañada su patito de color amarillo. Aún no era del todo de día. Yo estaba sentado en una silla de mimbre frente al ventanal del comedor, en una postura que, hasta cierto punto, era de coña. Cabalgaba el salvavidas de la niña, desnudo bajo una bata desgastada de color gris. Entre mis piernas asomaba la cabeza del patito, con sus grandes ojos abiertos y su pico largo, hinchado, como esbozando una sonrisa pícara.
—Sí —murmuré.
La niña se acercó para tocar el pico del pato, y yo llamé a Zulema para que la apartara. Con sus manitas, sin querer, rozaba mi entrepierna sobre la cresta del patito. Zulema llegó de mala gana, tiró de la niña con brusquedad y me soltó una retahíla de insultos: “Vaya postura de cerdo degenerado”, “putosoplapollas”, “arrastrado”, “mangante”, “hijoputa”, “pollablanda”. Siempre tenía esa inquina, esa necesidad de llamarme cosas relacionadas con mi hombría, como si quisiera despojarme de ella.
-Lo del médico fue la hostia, lo que me puso en el escrito.
Cuando leí el informe del cirujano, me sorprendí. Hablaba de “dos prolapsos internos, cuatro abultamientos perianales, seis ramificaciones de tejido submucoso sobre el borde dentado del pectíneo”. Todo muy prolapsado, abultado, presionando una dermis tan fina que, al limpiarme, parecía ver el firmamento a través de ella.
—Lo malo será cuando me vaya de vareta —pensaba—. Pondré los zócalos perdidos.
—Tengo que decir que abusé del picante —confesé en voz baja.
Me encantaban los mejillones de escollera, cocidos con salsa de cebolla, aceite de oliva virgen, perejil y mucho picante de guindilla de Otare. Cada vez que los comía, sudaba por la calva y me ponía rojo como un tomate. Una vez, en el restaurante de la “Escorrentía de Mereci”, los retortijones fueron tan fuertes que tuve que correr al baño. Mis quejidos fueron tan intensos que se hizo el silencio en todo el servicio. Nadie se atrevió a seguir bebiendo Ribeiro. El padecimiento de almorranas tiene algo bueno: te evita malas tentaciones. No necesitas que te den por el culo, porque ya lo sufres. Y te guardas mucho de que no te prolapse nada hostil. Sería un placer sádico para el prolapsador, pero para el prolapsado… es como si te metieran un gancho de cocina bilbaína al rojo y te escarbaran dentro con movimientos de manubrio.
Cuando Zulema se fue fregar a los Ministerios por la tarde, dejó la persiana entreabierta. El olor a café torrefacto flotaba en el aire. La claridad era tenue cuando escuché el portazo de salida, dado con rabia. Por la ventana entró una brisa agradable, con aroma a hierba seca.
—Y entonces la niña volvió, sigilosa.
Me miró con aquellos ojos grandes, llenos de extrañeza. Se detuvo frente al pico del patito Donald, quizás preguntándose cómo su “papacito” podía estar cabalgando su juguete de la playa. La cabeza del pato, ligeramente deforme e hinchada, parecía viva, con su pico rojo moviéndose como si respirara.
De algún lugar lejano llegaba el sonido de una máquina de coser y voces de televisión. En un instante que no supe calcular, sentí su manita buscando el inicio y el final del pato bajo mis posaderas amoratadas por el calor y el yodo.
—Era una extraña y dulce sensación que no evité ni reprimí.
—Sí, todo fue un imprevisto —murmuré.
—Ella, como si lo sospechara.
Entonces, escuché la llave girar dos veces en la cerradura, seguido de un estrépito y el tintineo de las campanitas de cerámica del pasillo. Me levanté de golpe, como si despertara de una pesadilla, con la energía de un cadete militar. Empujé a la niña, que cayó de espaldas al suelo, rompiendo en un llanto desesperado. Cuando Zulema apareció en el umbral, su mirada de furia contenida me atravesó la espalda. La niña se levantó y corrió hacia ella, agarrándose a su falda, señalando angustiada su patito pisoteado.Yo permanecí estático, recortado por la leve claridad de la ventana. Un escalofrío extraño recorrió mi cuerpo, como si un rayo hubiera caído sobre mí, seguido de toda la tormenta.En la calle, alguien vociferaba. La brisa movió los visillos, revelando dos macetas vacías en el alféizar.Mi espalda estaba llena de sensaciones: desazón, frío, calor alternándose. No sé si lloraba. Nunca me doy cuenta cuando lloro.
—Sabes —susurré—. Me lo guardo. Es cuestión de tiempo.
-Ahora ya te lo dije: nunca la calenté. Si fue a la fuerza, lo fue. Y comerle el coño… nunca. Yo no soy de finuras.
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