EL SUICIDA.
En la cima de un acantilado, donde el viento jugaba con las hojas secas y los gorriones trazaban sus vuelos en su cercanía, un hombre se sentó sobre la piedra más prominente, aquella que parecía desafiar al vacío. Sus ojos, cansados de tanto mirar, se perdían en el horizonte, donde el cielo y el mar se fundían en un abrazo eterno al atardecer.
Era un hombre de mediana edad, con el pelo entrecano y las manos callosas, pero su mirada revelaba una profundidad que solo la contemplación excesiva puede otorgar. Había llegado allí no para escapar, sino para enfrentarse a sí mismo, a ese abismo de tiempo que se abría entre dos instantes aparentemente insignificantes. Mientras observaba el vuelo errático de las golondrinas, su memoria, por un extraño sortilegio, se hizo nítida. Recordó a una mujer, su amor de hacía días, cuyo rostro se desdibujaba entre las brumas del tiempo inmediato. Recordó también otra mano, más lejana, que ahora descansaba sobre su hombro, cálida y firme, como un ancla que lo sujetaba en medio de aquella tormenta, que le invitaba a destruirse sobre aquel profundo acantilado.
"¿Qué es real?", se preguntó. ¿El amor que había perdido o el que ahora lo sostenía? ¿El pasado que lo atormentaba o el presente que lo desafiaba?
Una hoja seca, llevada por el viento, se posó suavemente sobre sus pies. La miró con atención, como si en su fragilidad encontrara una respuesta. Pero no había respuestas, solo preguntas. Preguntas que lo llevaban a un tiempo remoto de su infancia, cuando los caballos blancos tenían alas y el mundo parecía más ligero, menos cargado de dolor.
Cerró los ojos y se imaginó cayendo, no hacia el vacío del acantilado, sino hacia ese abismo de tiempo que lo separaba de sí mismo. Se sintió ingrávido, como si el peso de sus recuerdos y sus miedos se hubiera disuelto en el aire.
Cuando abrió los ojos, el resplandor del atardecer lo aturdió por un momento. No supo si lo que veía era de este mundo o si eran las primeras luces que había conocido al poco de nacer. La paradoja de la existencia, aquel impulso razonado que le invitaba a precipitarse sobre aquel profundo vació.
La ficticia mano sobre su hombro apretó con más fuerza, recordándole que, aunque el tiempo fuera insalvable, no estaba solo.Y así, entre el abismo y la luz, entre el pasado y el presente, el hombre comprendió que la vida no era más que una sucesión de instantes, algunos trágicos, otros plenos, pero todos igualmente necesarios para seguir adelante.
-Y lo decidió.
Con un suspiro, se levantó de la piedra y caminó hacia atrás, alejándose del vacío. Los gorriones seguían volando en tramos cortos sin sentido, y el viento seguía jugando con las hojas. Pero él ya no las contemplaba con angustia, sino con una serenidad extrañamente recién encontrada. Porque, al final, el abismo no era más que una ilusión, un espacio entre dos instantes que podía ser salvado con un solo paso hacía atrás.
-Y él lo había dado.-
Decidió alejarse lentamente, mientras el teatro saltimbanqui de su cabeza reanudó los dialogos, con aquella extraña sensación de no saber qué personaje era él, ni en que ciclo de pensamiento estaba. Ahora era así. Debería esperar otra vez el valle, para tener que volver por enésima vez a aquel acantilado.
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