GALLINAS.

 


Ya te digo que a mí los pensamientos me hablan. No esos pensamientos pensados, rumiados, que acaban por enredarse en la cabeza como hilos viejos. No, los buenos son los que llegan solos, los que te susurran al oído lo que tienes que hacer, como si alguien más los hubiera puesto ahí, listos para guiarte.

Hace cuatro días, en el ferry que venía de Tánger, me encontré al Terracillos. Traía la cara reventada, como si le hubieran pasado por encima un camión de arena. Resulta que las ponedoras que vendió en el Barrage eran, en su mayoría, gallos. Ni un puto huevo en seis meses. Los moros, desesperados, decidieron cobrar en especies: le dieron de hostias hasta que la deuda quedó saldada.

—Mi estrategia de vendedor es lo que te digo —me soltó, mientras se ajustaba el cuello de la camisa, como si con eso pudiera esconder los moretones.

La estrategia es que no hay estrategias. Eso lo tengo claro. Pero mientras me la sacudo en un lavabo de mala muerte, con las paredes manchadas de humedad y el olor a lejía rancia, no puedo evitar reflexionar sobre cuántas veces habré repetido este ritual. Cuántas veces habré buscado ese alivio momentáneo, solo para que la última gota no me deje esa humedad desagradable en los calzoncillos, esa sensación de derrota que se pega a la piel.

Mi singularidad, si es que la tengo, consiste en vender ozonizadores. Mi jefe de zona me ha desplazado de las granjas de cerdos, de las grandes ponedoras, de las cárceles de chinchillas, hasta esta Avenida de Juan Ribera. Aquí, mi misión es ozonizar: bares, tiendas de ropa, comercios de comestibles. Llevo conmigo un catálogo y un pequeño equipo demostrativo. Si lo enchufas y lo pones en la boca, te suelta ozono (O₃) hasta el último rincón de tu cuerpo. Incluso, dicen, purifica el alma. Aunque de eso no doy fe. Antes de esto, llevaba una representación de un producto llamado Depuralina. Un líquido que te depuraba los intestinos. Durante una semana, podías acudir al escusado ocho veces al día. Te limpiaba por dentro, te dejaba esa sensación raramente pulcra, como si hubieras sido vaciado y vuelto a llenar de aire fresco. Pero, ¿sabes? Demasiada pureza cansa. En el fondo, para ser felices, necesitamos llevar algo de mierda dentro. Algo que nos recuerde que estamos vivos.Lo mío es la depuración, en el sentido más amplio. Aunque del alma, si el interesado quiere, mejor no meterse.

El caso es que no tengo estrategias comerciales. Todo fluye de manera anárquica, como si el mundo fuera un río y yo un tronco a la deriva. Me dedico a esto por pura necesidad, por esa urgencia perentoria que no entiende de planes ni de metas. Y ahora, aquí, en este bar de mala muerte, mientras me la sacudo frente a un espejo empañado, me siento exquisitamente vanidoso. Me miro el pito, flácido y arrugado, y le pido al sumo hacedor que, al menos, me sirva para seguir meando tan pausadamente. Es lo único que me queda.

-En fin.

No me quito de la cabeza la cara de Terracillos. Es como si me hablara, una y otra vez, desde algún rincón oscuro de mi memoria. Y casi me da miedo. Espero que el ozono no mate a ningún animal, ni a nada que pueda moverse. Aunque, quién sabe, tal vez la pureza también tenga su precio.


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