LA CLAUSTROFOBIA DEL UNIVERSO.

 


Como he de deciros que incluso pensar que el universo tiene límites me da claustrofobia. Saber que, viajando a esa lejanía casi infinita, me encontraré con una pared quizás elástica y permeable como una pompa de jabón, me llena de angustia. Yo, desesperado por salir, agitado, con los ojos desorbitados, tratando de escapar de lo que, para mi objetividad, es un espacio reducido.

—¿A qué se deberá esa angustia? —me pregunto una y otra vez, sin encontrar respuesta.

Quizás todo comenzó en mi nacimiento. Estuve más tiempo de lo debido en el vientre de mi madre, como si ya entonces sintiera ese ahogo que ahora me persigue. Mi padre, en un arrebato de pasión o inconsciencia, folló a mi madre en el octavo mes de gestación. Y yo, desde mi oscuridad acuática, fui testigo del monstruoso capullo de mi padre acercándose hacia mí en embestidas cada vez más cercanas, expulsando aquella inmundicia lechosa que casi rozó mi rostro.

No recuerdo que en mi pubertad me ocurriera nada extraño, al menos no como a mi hermano Demetrio. Él fue abusado por una cuidadora del Izabal, una mujer que le apretaba la cabeza contra su coño y le ordenaba que la lamiera como si fuera un caniche entrenado. Demetrio quedó marcado para siempre, decrecido, con toda índole de problemas fóbicos y agorafóbicos. Siempre escondido en su cubil, gritando cuando no estaba sedado.

—Sí —murmuro, recordando a mi hermano y aquel dilema que, como muchos otros, no dejo de rumiar.

La distancia más corta entre dos puntos no es la línea recta, es la curva. Así de simple. Y yo, con mi claustrofobia, sabía a ciencia cierta que el radio del universo era, milímetro arriba o abajo, diez elevado a siete años luz. Incluso su densidad, palpable: uno dividido por diez elevado a veintidós. Extrañamente elucubrando, rumiando una y otra vez aquellas cantidades de enorme dimensión.

Masticar pensamientos. Digerir. Otra vez masticar.

Este día, tan extraño, más intenso que otros días menos aciagos y largos, mis dudas comenzaron a eso del mediodía. Es ese estado en que te paras a pensar y luego prosigues, parándote otra vez a pensar. Estuve así unos diez minutos, algo que no es normal en mí. Los que me conocen saben que soy decidido, que pienso las cosas lo justo. Pero aquel dilema —llamémosle así— empezaba a obsesionarme hasta el sufrimiento.

—Así se inician los conflictos —me habían dicho—, y de allí a la desesperación hay un corto paso.

Cuando el reloj marcaba las doce y diez, se me vino aquella idea congruente y desistí del intento. Cerré la llave del gas y abrí todas las ventanas. Con aquella suerte de que un mínimo cortocircuito lo hubiese volado todo. Así es como se lo cuento, así sucedió, y no vamos a darle más vueltas a las cosas.

—Señor Comisario —digo ahora, frente a un hombre de mirada fría y cuaderno en mano—, solo deseo que no me dé por pensar de nuevo en cosas tan extrañamente grandiosas. Quizás deba conformarme con mi diminuto espacio interior.

El comisario me observa en silencio, como si intentara descifrar si estoy loco o simplemente soy un hombre atrapado en sus propias elucubraciones.

—¿Y qué pasó después? —pregunta, con voz inquisitiva.

—Después —respondo—, me senté en el suelo, miré al techo y pensé que, tal vez, el universo no tiene límites. O que, si los tiene, no importan. Lo que importa es que yo sigo aquí, respirando, existiendo, a pesar de todo.

El comisario asiente, pero no dice nada. Sabe, como yo, que algunas preguntas no tienen respuesta. Y que, a veces, la única salida es aceptar que no hay salida.

Comentarios

Entradas populares de este blog

COLCHÓN.

NO LO OLVIDARÉ NUNCA.

PEYRONE