LABERINTO.

 


-Algo sucedía.

Nos dimos cuenta al escuchar aquel grito largo, desgarrador, lleno de terror. Un sonido que cortó el aire como un cuchillo y nos heló la sangre. Era él, el hombre que habíamos encerrado en el laberinto, un juego angustioso donde la solución era la medida del tiempo antes encontrar la salida.

Dado sus signos de locura, al quinto día, tuvimos que abrir la puerta del segundo lado. Lo dejamos a su albedrío, con la esperanza de que encontrara la salida por sí mismo, guiado por la suerte o el azar. Habíamos pintado una flecha roja sobre la palabra "EXIT", pero su ofuscación era tal que pasó dos veces frente a ella sin darse cuenta. Quizás confundido por la similitud entre el fondo azul del exterior y el del interior del pasillo, su mente no podía distinguir entre la realidad y la ilusión.

Fue en la tercera ocasión cuando una leve brisa de aire frío rozó su cara, orientándolo hacia la salida. Se detuvo en el umbral, ese límite entre la oscuridad y la luz, entre el encierro y la libertad. Miró hacia los lados, como si buscara algo, aunque ninguno de nosotros supo qué. Luego, se dio la vuelta y contempló la inmensa oscuridad al fondo del pasillo, iluminada solo por los focos que creaban una amplia y difuminada penumbra. El silencio era casi absoluto, roto solo por leves murmullos y el carraspeo intermitente de los espectadores. Eran instantes extraños, en los que el tiempo pareció detenerse, como si el universo contuviera la respiración.

Fue entonces cuando los aplausos atronadores, ensordecedores, surgieron desde aquella inmensa e improvisada platea. Él, con los ojos ya acostumbrados a los resplandores, distinguió a las personas en las primeras filas. Aclamaciones, hurras, silbidos… todo se mezclaba en un caos de sonidos que lo abrumaron. Sus manos, sudorosas, se apretaron contra sus oídos, y sus ojos, muy abiertos, delataron un terror indescriptible. Era como si el peso de todas esas miradas, de todos esos aplausos, lo aplastara.

Dio la vuelta y se metió de nuevo en el laberinto. Esta vez corrió, despavorido, dando vueltas imaginarias en aquel único y solitario pasillo. Corrió hasta que ya no pudo más, hasta que sus piernas cedieron y cayó rendido, apoyado contra la pared. En posición de cuclillas, con la cabeza completamente hundida entre las piernas, parecía querer desaparecer, fundirse con la oscuridad. Nosotros, los espectadores, observábamos en silencio. Algunos se preguntaban si habían ido demasiado lejos, si el experimento había cruzado una línea que nunca debió ser cruzada. Pero era demasiado tarde para arrepentirse. El hombre en el laberinto ya no era el mismo. Había sido consumido por sus propios miedos, por la presión de nuestras expectativas, por el peso de una libertad que, al final, resultó ser más aterradora que el encierro.

Y así, en aquel pasillo solitario, bajo la luz tenue de los focos, el hombre se convirtió en un símbolo de nuestra propia condición: atrapados entre el deseo de escapar y el terror de lo que nos espera al otro lado. El laberinto no tenía salida. O, tal vez, la salida era algo que ninguno de nosotros estaba preparado para enfrentar.

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