LUZ AZULADA.

 


Recibo por dos ventanas del frente una luz azulada, difusa, como si el mundo exterior se hubiera sumergido en un acuario. Aún no sé muy bien qué hora es. El tiempo parece haberse estirado, deformado, como si alguien hubiera olvidado darle cuerda al reloj. Ayer me aumentaron la medicación a tres pastillas. Tres. Cantidades industriales de Nortriptilina que ahora navegan por mi sangre, intentando calmar algo que ni siquiera sé nombrar. Mi labio inferior se ha hinchado, dimensionado de una manera extraña, con un rastro de humedad persistente en la comisura derecha. Lo noto frío, ajeno, como si ya no fuera del todo mío.

Cada vez me cuesta más expresar lo que siento. Las palabras se me escapan, se deshacen en el aire antes de que pueda atraparlas. A veces me pregunto si llegará el día en que no pueda decir nada significativo, nada que me describa, que me defina. Y entonces, ¿qué? Si no puedes describirte, ¿sigues existiendo? ¿Formas parte de algo, o te conviertes en un fantasma, en un eco que nadie escucha?

A las tres de la tarde, alguien abrió la puerta. No sé quién fue. Solo recuerdo el suave chirrido de unos goznes viejos, y un silencio descomunal que lo invadió todo, como si el mundo hubiera contenido la respiración. Me quedé quieto, esperando, pero no pasó nada. Nadie entró. Nadie salió. Solo ese silencio, denso, pesado, que se coló por la habitación y se quedó ahí, suspendido.

La luz azulada sigue ahí, filtrándose por las ventanas. No sé cuánto tiempo llevo mirándola, ni cuánto tiempo le queda. Tal vez se desvanezca de un momento a otro. Tal vez sea lo único que quede cuando todo lo demás haya desaparecido.

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