MACETAS.
¿Quién me iba a decir a mí, un aficionado a la estadística descriptiva —tan antigua como la escritura babilónica—, que por raros estados no observados podría darse la certera casualidad de que un hecho no deseado ocurriese a una hora intempestiva, totalmente imprevista, sin tener conciencia plena de si el acontecimiento estaba sucediendo o no sucediendo a la vez?
--Sí.
—Yo os cuento el hecho en concreto que sufrí, del que doy fe como ese suceso cuántico explicado elegantemente por las matemáticas, tantas veces repasado.
La Pochona, que se ponía unos tules azules en la cabeza al puro estilo kufiyya, era como una bola de la palanca del cambio: gordita, redondita, neumática a veces, con solo tres marchas.
—Llego a casa —le decía—, y me hueles a tres años de distancia. Además, ya lo sé desde el cuarto lo que me vas a decir cuando entre a este infierno. Ya lo sabía, sí, como si hubiera sucedido y no sucedido a la vez.
Un día quise hacerle lo que le hicieron al pobre gato de Schrödinger. Era muy por la mañana, un día caluroso de agosto, cuando lo pensé. Aún tengo aquel día aquí, como si se me viniese todo subido de tono.
La Pocha tenía sus geranios en el quicio de la ventana conyugal, sin una puta cuerda que los sujetase. Se lo había dicho el día de Santa Germana Cousin:
—Pedorrona, ponles algo. Vas a matar al Pixoto —llamado el Bígaros—, de la Rondona, que está sembrando serrín todo el puto día en la puerta de la sidrería, mordiendo un puro en la boca. Ná, ná, ná... por aquí me entra, pero no me sale por aquí.
Pero se volvía sorda.
Y el olor a potito. Otra vez, al entrar, estaba dándole la papilla a la Pentona, con sus ochenta y siete tacos, haciéndole arrumacos con el arroz con leche o las papas de maíz con torreznos de cerdo piedraín.
Lo de Schrödinger me lo imaginé a la siesta del domingo. Era ese día caluroso que ya viví, después de haberla montado, entrándola entre las bragas y la raja del choto, de lado, con insidia, entre toda aquella pelambrera maloliente.
—Ya tá, de tantos y tantos "ya tá" y "ta y me fullo too pa ti".
¿Cómo podría hacerlo, como lo de aquel gato que estaba vivo y muerto a la vez, sin dejar huella? ¿Cómo? Y sin una miagada siquiera en su caja de cartón que ponía "Pañales Moli Med, absorbe más de una sola vez".
—Un dejavi, uisss, un dejavi.
El día que el viento de la canícula hizo aquella rolleta y levantó el tiesto un dedo del mármol... ¿Cómo saber? ¿Cómo intuir, cuando se la estaba sacando a la Pochona, que el tiesto bajaba desenfrenado hacia la Rondona, y el Pixoto estaba muerto y vivo a la vez en aquel mismo y preciso instante, el segundo trescientos ochenta y ocho?
¿Cómo procurárselo a ella, lo del caso de Schrödinger —un teórico perturbado—, para disimular que aún estaba viva cuando le quité la almohada de la cara? El espíritu azulado del sidrero pasaba delante de mi ventana, diciéndome adiós con las manos, mientras la Pocha parecía sonreírme como si aún estuviera viva... o puede que muriéndose a la vez.
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