MASTURBACIÓN.

 


Mientras me masturbaba en la galería, reparé en que habían llegado las primeras golondrinas. Allá arriba, zigzagueaban vertiginosas sobre un azul limpio, apenas manchado por alguna nube transparente y aquel matiz de color ópalo, como si fuera el mismo fondo de la creación del universo.
La "paja" me costó más de lo habitual. No por falta de ganas, sino porque la imaginación, en su caprichoso deambular, traía pensamientos deslavazados, hilos sueltos que se entrecruzaban sin orden ni concierto. Al final, me aferré a aquel recuerdo recurrente del pajar de Arnillas, cuando bajó a verme la Natividad, la mujer de un protésico dental de Fornías, siempre ardiente, siempre dispuesta. Estaba gorda, sí, pero aún dura, de una carne firme y generosa. La tomé por atrás a unos tirones precisos, acompasados, hundiéndome en su anchura con la cadencia justa, hasta que me corrí como un cerdo descomunal de Yorkshire, cayendo agotado, ingrávido, sobre sus amplias espaldas.
Con mi Nervina todo era más rutinario, debido a la decadencia que originaba el largo tiempo de convivencia. Podría decirse que mediábamos los instantes por los bocadillos de caballa en aceite de girasol, que acompañábamos con unas rodajitas de ajo morado de Pedroñeras, y unas guindillas de piparra. Merienda tras merienda, acompañados de besos profundos, que nos dejaba aquel sabor tan nuestro e indescifrable, entre el dulzor de uva cencibel y el sabor del ocle fresco de nuestra playita de Barro.
A veces, me excitaba observándola en el baño, cuando se sentaba a deponer con la puerta entreabierta. Nunca echaba el pestillo. Desde la rendija, la veía en esa postura de esfuerzo, tan concentrada, su culo inmenso ofrecido sin querer. Más de una vez, aprovechando la ocasión, entré y le metí la lengua en la boca, incluso después de haberse tragado el bocadillo de caballa.
Los domingos por la tarde eran nuestros. Nos amábamos mientras en la tele desfilaban las noticias del telediario de las nueve, con todos aquellos escenarios de frustración y muerte.
Siempre me han gustado las gordas. Follar gordas por detrás requiere un hombre bien dotado; no vale cualquiera. Y yo, qué quieres que te diga, estoy bien armado. No como Falín, el del ayuntamiento de Contaña, que anda por ahí con su aire de espíritu errante y esa "lilina" micropene entre las piernas.
Me encantan las gordas. Son obscenamente hermosas.
También las puestas de sol. Las puestas de sol porque representan parte del enigma que describe el trasiego de los días.
A esta hora, suelo asomarme a la galería. Me detengo en los colores púrpura que se despliegan sobre las montañas de Arduras, en cómo se apagan lentamente, hasta quedar reducidos a un último y tenue vestigio de luz.
Algunas tardes, Nervina y yo salimos en bicicleta por el carril que lleva hasta Mañueco. Me gusta dejarla ir delante. La veo pedalear y me excito. Al volver a casa, apenas cerramos la puerta, le entierro la boca en el coño sudado, allí mismo, en el pasillo. Me llama "socerdo", pero a mí me gusta recorrerla entera con la lengua, arriba y abajo, devorarla con la pasión de un gourmet. Deberías apreciar esos sabores umami en la parte central de la lengua, y esos otros a arenque fermentado que sólo captas con las papilas laterales.
En el atardecer de la galería, me vuelvo nostálgico. Cuántas veces habré estado aquí haciéndome "pajas", mientras los colores colapsaban sobre el horizonte. Luego, pensaba en la trampa del tiempo, en su martilleo demoledor, en la existencia.
--Sí.
A todo esto, las primeras golondrinas ya habían llegado. A ciencia cierta nunca sabes a dónde van.
Siempre estábamos así. Cuando comíamos bocadillos de caballa, pero cada vez nos besábamos menos. O quizá la pasión se había diluido, como una brasa que se extingue en su propio rescoldo.
Yo intentaba encender algo en ella.
—Mira esos colores, mi amor.
Pero el romanticismo nunca le daba por ahí.
La cama era un desierto. Un Hoggar de pliegues y dunas, cubierto por un edredón color arena.
Las oscuras golondrinas volvían a colgar del balcón, alegres, despreocupadas.
Y entonces se lo dije:
—Nadie tiene la culpa, pero me da que ya no me amas, tanto, mi hermosa gordita.
Posiblemente ni me miró.

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