PASILLO.
Habíamos coincidido uno frente al otro, como dos astros que, tras orbitar en silencio durante años, se encuentran en un punto inevitable del universo. El pasillo era estrecho, apenas un metro y medio de ancho, y no había espacio para eludirnos. Nuestras miradas se cruzaron, breves pero intensas, como si el tiempo se hubiera comprimido en ese instante. Treinta años de convivencia, de intimidades compartidas, de gestos cotidianos que habían tejido una red invisible entre nosotros, y ahora, aquí, en este pasillo anodino, todo se reducía a una mirada fugaz.
¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo habíamos pasado de compartir el mismo aire, los mismos silencios, las mismas rutinas, a esto? A este momento incómodo en el que ni siquiera podíamos ignorarnos por completo. Recordé aquellos días en los que la puerta del baño ya no se cerraba, cuando la intimidad había dejado de ser un territorio sagrado para convertirse en algo trivial. Ella había visto cómo me agitaba el capullo, y yo había observado cómo se limpiaba esas gotitas finales de su coño. Gestos que, en otro tiempo, hubieran sido motivo de vergüenza, se habían vuelto parte de nuestra cotidianidad, como el aire que respiramos.
Incluso los olores, esos que nadie más habría soportado, se habían convertido en parte de nuestro lenguaje secreto. Ella procuraba tirarse pedos sin hacer ruido, y yo los olía, a veces con fastidio, otras con una extraña ternura. Y ella, a su vez, había olido mi mierda, con ese color extraño que daban los lácteos y la compota de manzana. Eran detalles que, en su momento, parecían insignificantes, pero que ahora, en este pasillo, adquirían un peso insospechado.
Y entonces, su mirada. Esa mirada que me llegó de refilón, como un rayo de luz que atraviesa una grieta en la pared. Le hice una mueca, un gesto torpe, casi involuntario, y en ese instante su fragancia me envolvió. Era un aroma que aún guardaba en algún rincón de mi memoria, en un lugar que no sabía nombrar pero que estaba ahí, latente, esperando el momento preciso para emerger. Era el olor de los recuerdos, de los momentos que habíamos construido juntos, de las risas, los silencios, las peleas, los besos.
Ahora, en este puto pasillo, todo eso se reducía a una mirada y un aroma. Y me pregunté, no por primera vez, cómo habíamos llegado hasta aquí. Cómo habíamos pasado de ser dos personas que lo compartían todo a ser dos extraños que apenas podían mirarse a los ojos. Pero, en el fondo, sabía que la respuesta estaba en ese pasillo, en esa mirada, en ese olor. Porque, a pesar de todo, seguíamos siendo parte del mismo universo, orbitando alrededor de los mismos recuerdos, aunque ya no supiéramos cómo encontrarnos.
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