ROXANA MADRONA.
Me llamo Roxana Madrona y, desde 2006, trabajo en una granja peletera llamada Neovison, en Pontesecas. Son siete naves alineadas en un amplio prado, pintadas de blanco y salpicadas de pequeñas ventanas. El mar no está lejos.
Dentro de cada nave hay cuatro pasillos. Entre ellos se alinean jaulas individuales, cúbicas, con dimensiones raquíticas: apenas trescientos milímetros por cada lado. Están hechas de tela metálica galvanizada con armazón de hierro. Algunas tienen una puerta trasera; otras, un orificio circular que conduce al nido. Estas son las jaulas de producción de pieles. En las naves destinadas a la reproducción, situadas en los extremos, el suelo está cubierto de heno, pero aquí no. El olor es insoportable. Y a mí me dan muchísima pena estos animalitos.
Mi trabajo consiste en reponer los bebederos y asegurarme de que el agua fluya correctamente a través de las tuberías de plástico hasta las tetillas de goma, por donde beben. Es crucial que la presión sea la adecuada y que el agua esté correctamente desinfectada con azufre.
A simple vista se nota que este animal no soporta la cautividad. Necesita ser feroz. Sus ojitos están siempre tristes, extrañamente angustiados, alerta ante el ruido incesante de sus compañeros. Para alimentarlos, les doy una pasta maloliente hecha de piensos y restos de otros animales muertos, que devoran con avidez.
No he leído mucho sobre ellos, pero sé que son criaturas solitarias, jerárquicas, como los zorros. El hacinamiento los estresa. No pueden nadar, escalar, cavar ni recorrer largas distancias. ¿Qué pasará por sus cabecitas? Muchos pasan el día mordiendo los barrotes o sus propias colas.
Y cuando se mueren, lo hacen de forma predecible: días antes, ladean la cabeza y se llenan de bultos en la parte inferior del cuello. Algunos moquean sin parar. Pero lo peor, lo más terrible, es cuando los gaseamos. Sucede a los siete meses de su llegada. Usamos dióxido de carbono. Un motor lo genera y, al ser irritante, sufren muchísimo antes de morir. Qué pena me da.
Ayer por la tarde me llamó Patricio, el administrativo. Aquí trabajamos veinte personas. También estaba la brujilla de Alejandra. Me cae fatal. Me explicaron que la cosa iba mal, que cada vez vendían menos y que, para primeros de mes, me mandarían al paro. La brujilla ya me había advertido hace dos meses que no ponía mucho interés. Le respondí que hacía lo mejor que podía. Y ahora esto. Salí cabreada. ¿A dónde voy con cuarenta y ocho años recién cumplidos?
Qué pena me da de los animalitos. Me llamo Roxana Madrona y son las tres de la mañana. Y a mí no me la da ninguna brujilla de mierda. Acabo de cerrar las jaulas trampa: unos inventos diseñados para evitar fugas dentro del recinto, haciendo que los visones queden confundidos en su interior. También he cortado la cerca de tela metálica en siete puntos. Ahora mismo, estoy abriendo las jaulas de la primera nave. El guirigay es infernal. Los visones corren como si les fuera la vida en ello.
Está todo oscuro.
Casi no se oye el mar.
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