SECRETO.

 



Cuando tenía cuatro años, mi madre solía posar mi cabeza sobre su regazo, un refugio cálido y suave donde me perdía en el sueño al instante. Sus pechos, enormes y reconfortantes, eran mi consuelo, mi lugar seguro. Sentía el calor de su piel, el movimiento rítmico de su respiración, el eco lejano de su corazón latiendo. En aquel regazo, el mundo exterior desaparecía, y no había lugar para el miedo.

Yo estaba profundamente enamorado de mi madre.

Con el tiempo, aquel amor inocente se transformó en algo más oscuro, más extraño. Una anomalía me marcó para siempre: desarrollé una lengua bífida, un prodigio que se enrollaba en espiral sobre sí misma. Besaba siempre dos veces, como si mi boca llevara consigo un destino doble.

En condiciones normales, mi lengua medía cinco metros y veintiocho centímetros, una extensión que arrastraba por los pasillos de mi casa como una serpiente inquieta. Pero en lugares públicos, en transportes urbanos abarrotados o aglomeraciones humanas, mi lengua cobraba vida propia. Se deslizaba sigilosa, como una enredadera que reptaba entre la multitud, buscando siempre a las mujeres más atractivas, aquellas que vestían faldas o pantalones amplios.

Con una precisión casi instintiva, mi lengua encontraba su camino hacia sus intimidades, explorando con frenesí aquel territorio prohibido. Saboreaba texturas y sensaciones: cuencos de miel, bosques espesos, terrenos yermos, y, a veces, la lógica podredumbre de lo humano. Cada encuentro era único, un festín de sensaciones que dejaba a mis víctimas retorciéndose de placer, gemidos estertores escapando de sus labios, cuerpos que se doblaban y caían al suelo, presas de un éxtasis incontrolable. La multitud, ajena al origen de aquel frenesí, reía y murmuraba, sin comprender lo que ocurría.

No hubo lugar que escapara a mi influencia: ni la penumbra de los teatros, ni las salas de cine, ni los paraninfos donde se celebraban conciertos, conferencias o recitales de poesía. Mi lengua era una sombra que acechaba en la oscuridad, un secreto que solo yo conocía.

Pero aquella apetencia, aquel deseo insaciable por los cuerpos femeninos, se convirtió en una desdicha. Era una maldición que me acompañaba, una carga que arrastraba conmigo a todas partes. Quizás, algún día, os cuente con más detalle mis andanzas con esta extraña y enorme lengua bífida, pero por ahora, baste decir que el amor de un niño por su madre puede ser el origen de muchas cosas, algunas hermosas, otras terribles.

Si te enamoras de niño de tu madre, serás un buen amante, dicen. Nunca te quedarás solo, nunca te disolverás en la nada, ni derramarás lágrimas sobre los arrayanes que dividen los parques. Pero también llevarás contigo una sombra, un recuerdo que te perseguirá siempre.

He mirado como miro: con ojos de reptil, la boca abierta, esperando. Si alguna vez has posado tu cabeza así, en ese calor, en ese arrullo estremecido por el vaivén de las cosas, bajo luces parpadeantes y el sonido de campanitas que resonaban en un cálido y blando hueco, entenderás por qué cerrabas los ojos y te dormías tan enamorado.

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