SESIÓN DE NOCHE.
La sesión de las nueve, en aquel febrero húmedo, llevaba consigo la prisa de las noches de invierno. La película terminó cerca de las once, en ese cine de arte y ensayo que resistía en los tiempos del Ogro, al final de una cuesta que descendía hacia el mar. La sala, casi llena, respiraba un fervor silencioso: éramos un público entregado, atrapado por la oscura fascinación de El portero de noche, viéndola por tercera vez. Al salir, la humedad que ascendía del puerto envolvía la noche en un aliento denso, mientras las luces de los pesqueros parpadeaban sobre las aguas, dibujando un vaivén hipnótico.
Mi Shiva de cuatro brazos era Charlotte Rampling. Su mirada, hermosa y penetrante, atravesaba la pantalla como una daga sutil, como un conjuro que se aferraba al alma.
Recuerdo aquel sábado por la humedad, tan densa que se infiltraba en los huesos, incluso en los más jóvenes. Subí por la avenida Donoso, y los ojos de Charlotte aún me seguían, susurrándome secretos que solo yo podía entender.
En casa, el tiempo se medía en ausencias. Mi padre llevaba tres años librando una batalla sin tregua contra el Alzheimer, y mi madre y yo vivíamos sumidos en una desesperación callada, habitando una planta baja en una zona desolada, más allá del final de Donoso. Aquella noche, al llegar, encontré a mi madre en la cocina, esperándome. Mi padre yacía en el suelo, sobre los fríos azulejos, cubierto con una de esas mantas de retazos que huelen a los años vividos. Era un hombre corpulento, y levantarlo se volvía una tarea titánica. Juntos, mi madre y yo lo alzamos con ese esfuerzo silencioso que nace del amor y del agotamiento.
Después de acostarlo, me retiré a la otra habitación, la que daba al descampado. A través del cristal, la niebla baja y espesa se deslizaba sobre la tierra como un manto espectral. La soledad de aquel sábado era tan espesa que parecía tener peso. Me acosté, sintiendo el frío filtrarse por las rendijas de la ventana, y cerré los ojos. Traté de aferrarme a un solo brazo de mi Shiva, a mi Charlotte. La imaginé con tanta intensidad que su respiración pareció posarse sobre mi pecho. Su mano, hábil y delicada, me tocaba como solo ella, en mi fantasía, sabía hacerlo.
El tiempo se pliega, pero los instantes que coinciden nunca son los mismos. Hace tres días, vi una serie en la que aparecía mi Charlotte. Hice cálculos: en la época del rodaje debía de tener sesenta y siete años. Y, sin embargo, para mí sigue siendo la misma. Mi Shiva de cuatro brazos. Eternamente hermosa. Eternamente joven. Con esa mirada que atraviesa el tiempo y la memoria.
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