COLORES.
Aquel día, cuando la maestra abrió el cuento de tapas de cartón y emergió aquel fuelle de colores, el mundo, para mí, adquirió otra dimensión. A mis ocho años, el papel cobró vida por primera vez.
Uno a uno, pasamos junto a la mesa de la maestra, abriendo el libro con el más absoluto cuidado. Primero surgían las imperfecciones de las dobleces, pequeñas fracturas en la superficie; luego, como si despertara de un sueño, aquella cascada de colores se desplegaba ante nuestros ojos: pájaros de alas vibrantes, caminos serpenteantes, el pueblo diminuto, el valle verde… Todo un estallido de tonalidades, reflejo de aquel paisaje que, sin darnos cuenta, habitábamos cada día. Pero jamás lo habíamos visto así, con esa potencia, con ese hechizo.
Aquella lección trataba sobre los colores. Y desde ese día, para mí, los colores ya no eran meras apariencias: estaban en las cosas, formaban parte de su esencia, habían sido creados así, como los ángeles y los arcángeles. Saberlo me llenaba de júbilo.
Por eso aquel arco de papel, que se abría lentamente desplegando su abanico infinito, no era solo un juego visual. Era la prueba tangible de que la realidad, la auténtica, era una sinfonía de colores en progresión infinita. Porque el mundo, nos decía la maestra, era también infinito.
Mucho después, vendría la decepción. Me hicieron comprender que los colores no existen, que las cosas, en sí mismas, nacen en blanco y negro. Que todo comienza en la negrura absoluta, en la que todo se diluye, y que solo la luz, al proyectarse y ser rechazada en un juego de frecuencias invisibles, nos concede la ilusión del color. Apenas un fragmento de ese espectro llega a nosotros, y solo si nuestra mirada es capaz de captarlo.
Recordarlo ahora quizá no tenga sentido, pero la idea me asalta como una advertencia extraña. Un destello fugaz que, por un capricho de mis neuronas, me ancla a la realidad. Y, sin embargo, sé que un día, cuando el tiempo me venza, volveré a la oscuridad perfecta. Porque de la negrura absoluta hemos nacido. Y a ella, inexorablemente, hemos de regresar.
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