MONTE OKU.

 


De lo que aún queda

En el valle donde la noche se posa con la ligereza de una pluma carbonizada, las cenizas hablan. No son las que se acumulan en los braseros fríos ni las que el viento arrastra en remolinos efímeros. Son las invisibles, las que se adhieren a las palmas de las manos como memorias olvidadas, las que se filtran en el pan que partimos al alba, las que manchan de azul oscuro los bordes de los sueños.

Junko, la bailarina de pies descalzos, camina sobre la tierra reseca del Monte Oku. Sus huellas, indecisas como trazos de tinta sobre papel arrugado, dejan un rastro que ni siquiera la lluvia logra borrar por completo. Las chozas cercanas, construidas con tablones carcomidos y techos de paja, brillan bajo la luna llena. En su interior, niños de piel ébano y ojos color lava observan el mundo a través de rendijas. Sus pupilas guardan el fulgor del volcán dormido, ese que un día escupió fuego y ahora yace bajo capas de silencio y polvo.

—Todo está aquí —murmura Junko, extendiendo las manos hacia el vacío—. Incluso lo que creímos perdido.

Las cenizas son el archivo del universo. En su gris claridad se esconden los pensamientos que alguna vez treparon por las ramas de los cedros, ahora reducidos a sombras sin peso. El amor, convertido en motas doradas que el sol atraviesa como lanzas, se clava en los tejados y se mezcla con el humo de las cocinas. Por las noches, los espíritus de los muertos emergen de los montículos de residuos, sus cuerpos translúcidos tejidos con las partículas que Junko recoge en sus paseos. No tienen voz, pero sus movimientos dibujan historias en el aire: el niño que murió buscando agua en el río seco, la mujer que se convirtió en llama por guardar un secreto demasiado grande.

En el huerto de la ladera norte, donde la tierra parece negarse a dar frutos, las raíces de los árboles se hunden en busca de nutrientes entre las cenizas. De allí brotan flores blancas, sus pétalos gruesos y comestibles, perfumados a nostalgia y sal. Los niños las arrancan al amanecer, las mastican en silencio mientras observan el horizonte. Saben que cada flor contiene un fragmento de lo que fue: un suspiro, un llanto, el eco de una canción que nadie recuerda.

Junko se detiene frente al horno de barro donde hornean el pan. Las hogazas, crujientes y doradas, guardan en su corteza las cenizas del trigo quemado. Al partirlas, el aroma a espigas maduras inunda el aire, un recordatorio de que incluso lo consumido por el fuego persiste en otra forma. La bailarina frota sus dedos contra la masa; las partículas grises se mezclan con sus huellas digitales, creando mapas de caminos que nunca recorrerá.

En su choza, guarda frascos de vidrio opaco. Cada uno contiene una porción de lo que ha sido despojado de su forma original:

El azul oscuro, casi negro, de todo lo que aprendió bajo la lluvia.

El blanquecino tenue de las desgracias, que se deshace como azúcar en el té.

El tizón negro del dolor, áspero al tacto, como la corteza de un árbol enfermo.

El marrón suave del odio, que se disuelve en el agua y tiñe los ríos de sombra.

Pero es el frasco vacío, el que parece no contener nada, el que más atesora. Ahí reside lo intangible: lo soñado, lo comprendido, lo que se escapa entre los dedos como humo. Junko lo abre al anochecer y respira hondo, dejando que lo invisible inunde sus pulmones.

Una mañana, los niños encuentran a la bailarina tendida sobre el sendero que conduce al volcán. Su cuerpo, cubierto de un polvo grisáceo, parece fundirse con la tierra. No lloran; saben que las cenizas de Junko se unirán a las raíces, alimentarán nuevas flores, se mezclarán con el pan. En sus manos aún quedan rastros de aquel azul oscuro, ese color que solo existe en el umbral entre la memoria y el olvido.

El viento levanta una nube de partículas doradas. Alguien dice que son restos de amor. Otros juran que es el espíritu de la bailarina, danzando en la luz del sol.

Pero en el Monte Oku, donde las cenizas son el alfabeto de lo eterno, todos comprenden: lo absoluto no está en lo que perdura, sino en lo que se transforma sin dejar rastro.

Y sin embargo, queda.

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