HABITANTES.
En un pueblo olvidado por el tiempo, donde las calles eran de tierra y las noches parecían no terminar nunca, vivía un hombre llamado Abdel Ghaffar. Abdel no era de allí, pero el destino lo había llevado a ese lugar, como si el mundo lo hubiera arrancado de sus raíces y lo hubiera plantado en un suelo extraño. Llevaba consigo una maleta vieja y una fotografía desgastada de un niño que una vez apretó contra su vientre, buscando calor en medio del frío de la guerra. Ese niño ya no estaba, pero su recuerdo lo acompañaba como un susurro constante.
En el mismo pueblo vivía Estela Abroz González, una mujer que había perdido la voz años atrás, no por enfermedad, sino por el peso de las palabras que nunca pudo decir. Estela caminaba por las calles con una mirada perdida, como si buscara algo que ni ella misma podía nombrar. A veces, se detenía frente a la casa de Moisés Pérez Adura, un hombre que pasaba sus días tallando figuras de madera, intentando dar forma a algo que no fuera el vacío que sentía dentro.
Y luego estaba el narrador, un hombre sin nombre, que observaba todo desde la sombra. Él también era parte de aquel lugar, aunque a veces se sentía como un fantasma, como si su existencia fuera apenas un eco de algo que alguna vez fue real. Escribía cartas que nunca enviaba, dirigidas a Abdel, a Estela, a Moisés y a sí mismo. Cartas llenas de preguntas sin respuesta, de deseos que nunca se cumplirían.
Una noche, mientras la luna brillaba débilmente en el cielo, los cuatro se encontraron en la plaza del pueblo. No sabían por qué habían llegado allí, pero algo los había llamado, como si el universo hubiera decidido que era el momento de que sus caminos se cruzaran. Abdel llevaba la fotografía del niño, Estela sostenía una carta que había encontrado en su puerta, Moisés tallaba una figura que parecía cobrar vida bajo sus manos, y el narrador observaba todo en silencio.
—¿Qué nos falta? —preguntó Abdel, rompiendo el silencio—. ¿Por qué siempre sentimos que algo nos ha sido arrancado?
Estela no pudo responder, pero sus ojos hablaron por ella. Moisés dejó de tallar y miró hacia el horizonte, como si esperara ver algo en la distancia. El narrador, por primera vez, sintió que tenía algo que decir.
—Somos huérfanos —dijo—. Huérfanos de un mundo que nos prometió algo que nunca nos dio. Pero tal vez, si nos aferramos unos a otros, podremos encontrar algo que nos haga sentir completos.
En ese momento, una luz lejana apareció en el horizonte, tan tenue que casi parecía una ilusión. Pero estaba allí, como una promesa, como una esperanza. Los cuatro la miraron en silencio, sintiendo que, tal vez, no estaban tan perdidos como creían.
La tela de araña soportaba toda la lluvia, la madre sostenía la mano de su hijo, y el fuego, aunque se extinguiría sin gloria, iluminaba el camino por un instante. Y en ese instante, fue suficiente.
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