EL GARBANZO.

 


El hombre que estaba presente era una institución. Tras varios intentos de suicidio fallidos, comenzó a creerse inmortal. Y así lo proclamaba en las sidrerías con una algarabía desbordante. Se hacía llamar el Inmortal de Pénjamo. A veces irrumpía en los bares empuñando pistolas de juguete, que blandía con destreza, girándolas sobre sus manos antes de enfundarlas en cartucheras forradas de papel de aluminio.

Lo normal era que pidiera una lata de berberechos y un palillero, acompañados de un vaso de vino. Picoteaba con parsimonia, como un pájaro, en medio de la barra casi desierta por las mañanas, cuando el frío de noviembre se colaba por la puerta cada vez que alguien la abría.

Otro día, se autodenominaba Penácaro y aseguraba ser saxofonista. Para dar credibilidad a su personaje, cargaba sobre el hombro un cepillo de barrer y soplaba el mango con parsimonia, mientras sus dedos recorrían los agujeritos dibujados a bolígrafo sobre la madera.

Los días transcurrían entre el serrín esparcido por el suelo y aquellos olores característicos del plato del día: cocido de berzas, gulas en conserva con huevos, fritura de patatas, pimientos asados, y la acidez omnipresente de la sidra, que envolvía el aire con un matiz entre rancio y agrio. Un mundo monótono, pero impregnado de una esencia peculiar que lo hacía único.

A las doce en punto entró el trilero. Le faltaban dos dientes y llevaba unos tenis negros. Era enjuto, con la calavera asomando bajo la piel, el cabello rapado, la mirada afilada. Alto, desgarbado, lo observaba todo desde las alturas. Pidió un caldo y, desde el fondo de la barra, tras una cortina hecha de tapas de botella colgadas de hilos, emergió la mujer de Calimero, como una aparecida, para servirle un tazón humeante con alguna brizna de huevo cocido flotando en la superficie.

Aquella mañana, Penácaro se llamaba Tijuana y llevaba un machete de reyes, de baquelita brillante y cromada, enfundado en un estuche que recordaba a los espadones mexicanos de la época del Álamo. Su porte era marcial, erguido, con movimientos rígidos y calculados. Decía haber pasado la noche en vela, recibiendo mensajes del Espíritu Santo, y ahora, con su lata de berberechos, disponía un palillo en cada uno, alineados como un batallón en desfile. Masticaba con solemnidad, berberecho a berberecho, y luego bebía el caldo salino de la lata. Tierno y salado. Desatascador.

Frente a él, el trilero colocó tres cáscaras de nuez. Eran como mitades de un cerebro en miniatura, girando sobre la barra. Tijuana tocó una con el dedo. Silencio. Tocó otra. Nada. Una más. El alma. Y otra vez. El infinito.

Los dedos del trilero se movían con la levedad de un saltimbanqui. "Ahora pon un euro a la que quieras", dijo. "Ya has tenido suficiente entrenamiento".

Los ojos de Tijuana estaban demasiado abiertos. Los del trilero eran pozos profundos, abismos oscuros. Las cáscaras giraban de nuevo, y su cabeza se inclinaba como la de un gato hipnotizado por un ovillo. Pero allí donde debía haber algo, solo había vacío.

Hasta la una y media, la partida había costado ocho euros, dos latas de berberechos y tres caldos.

En el fondo de la barra reposaba una membrillera con su queso de bola rojo. Junto a ella, una estampa de la Santa de Covadonga y varias de equipos de fútbol. Dentro del cristal, un largo cuchillo jamonero de filo estrecho.

El tiempo transcurría con cadencia ritual. Dos parroquianos nuevos bebían en silencio, con la mirada perdida en sus copas. Sobre la barra, las cáscaras de nuez danzaban con una fluidez geométrica, describiendo perfectas parábolas en forma de infinito. Debajo de ellas solo había el cero absoluto, el ser, la Santísima Trinidad. Pero el alma ya no se contemplaba.

El trilero sorbió los posos de huevo de su taza y giró el torso como si se dispusiera a atravesar un túnel blanco. No se supo cómo, pero el cuchillo jamonero quedó incrustado en su cuello, como clavado a un madero. Aún de pie, giró sobre sí mismo y, finalmente, cayó de bruces, arrastrando consigo lo poco que quedaba sobre la barra: una nada, un infinito y un pequeño garbanzo, que rodó hasta detenerse junto a la pata de una silla, en el suelo cubierto de serrín.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Genial

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