EL PESO DEL ALMA.

 


Después de deambular por lo que me pareció una eternidad, hubo un instante preciso en el que lo recordé, y me dije: “vaya, si ya es la hora de darme la vuelta y retornar”.
«Sugiere la puerta que la abras», susurró una voz que no alcanzaba a identificar dentro de mi.
El silencio se extendió como un manto invisible, denso y absoluto. Pero en ese giro, en ese retorno, algo se reveló ante mí: el lugar al que realmente pertenezco, esa sensación familiar de olores y recuerdos. Todo cobró un significado nuevo, distinto, inaprensible.
De pronto, los rostros colgados de las paredes comenzaron a disolverse en mi memoria, esto que me pasa es cíclico desde hace tiempo. Dentro de los desconocidos yo no recordaba más que a cuatro desconocidos, y de entre los conocidos, apenas a tres de una forma un tanto borrosa.
¿Debo cerrar la puerta? ¿Sellar el espacio que sobra tras de mí? ¿Y si lo hiciera, debería habitarlo por completo, para tomarlo como mi cueva, o mi cubil?
La desproporción entre lo que soy y lo que está fuera de mí es inmensa. Dentro de mí, nada. Fuera, un universo inconmensurable que nunca podré abarcar. Una sensación de vacío, de infinitud, y, sin embargo, de plenitud con la existencia.
Oh, debes suponer que “ser feliz” es un estado de locura.
Hace algún tiempo comencé a percibir a los ácaros en la penumbra. Invisibles, pero presentes. Si tú estuvieras al fondo, junto a la cómoda, con tu cabeza en posición escrutadora, tu tronco, tus manos... Lo sublime es esa percepción microscópica, ese cosmos diminuto que crece en tu entorno, desordenado, inexplicable, como si una nueva capacidad tuviera ese don de observar lo microscópico.
«Te lo dije. Mira, te lo he dicho», “musitaste”, casi como un eco.
La moqueta cruje bajo mis pies como si pisara nieve. Mis pies son apenas un contorno de vísceras pútridas y, sin embargo, avanzo. Alguien me obliga a ver lo microscópico.
«Te dije: No vayas. No subas, no salgas, no esperes...»
A veces me miraba desnudo desde la punta de los pies. Primero en posición vertical. Luego sentado. Luego acostado. Y aun sobre la cama, me veía alargado, oblongo, como un objeto desechado. Fue sublime saber que, en ese instante, hubo un “hijo de satanás” que pesó mi alma cuando creía que ya estaba muerto, con el fin de mensurar por pura diferenciación.
«Te dije: No pienses en nada. No ames.»
Sublime es distinguir entre lo que no pesa nada y lo que pesa menos aún.
«Te dije: No hagas lo que estás pensando.»
Y ahora, si has llegado hasta aquí, si estás leyendo esto, tu suerte será inmediata. No debes cruzar el umbral donde debías perecer.
Cuatro balanzas de casi infinita tolerancia. Un pedo post-mortem y dieciocho gramos menos. (Dependiendo de la raza del sujeto). Sublime la forma del alma, en espiral, enredada como el humo del tabaco, danzando alrededor de la lámpara.
«¿Sugiere lo que pienso obsesivamente que es verdad lo que pienso?»
«¿Debería visitar a un andrólogo o a un psiquiatra?»
«Sí. Te dije: Mira, ya te lo dije. Nada. Es como hablarle a las piedras.»
«Peor aún.»
«¿Peor?»
«Aún.»
Y allí estaba la misma luz de ayer, suspendida, flotando en el aire. La misma brisa agitaba los visillos de la ventana entreabierta. Era sublime ver el techo cubierto de insectos, hasta donde alcanzaba la vista. Se movían con prisa, sin descanso. Ninguno estaba grávido. Ninguno.
«¿Sugiere que dentro de mis pensamientos compulsivos pueda haber uno lúcido?»
«¿Pero cuál de todos es el lúcido, entre tantos?»
«¿Quién me dirá cuál es el bueno, el indicado?»
Y cuando esa lucidez se haga presente, ¿debería huir despavorido al andrólogo?
Es sublime, ¿no es cierto?
¿Qué les pasará a las piedras?
-Alguna vez las piedras se regenerarán en algo humano.
«Te lo dije, luego no digas que no te lo dije.»
«Ya te lo decía yo.»

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