EL POZO.

 


Después de mucho esfuerzo por comprenderlo, logré reducirlo a una teoría sencilla:

Dos puntos que se atraen no están obligados a elegir la línea recta para encontrarse, aunque erróneamente parezca el camino más corto. Algunos prefieren la vastedad del infinito, en un afán inconsciente de hacerlo inalcanzable.

No sabría describir con exactitud el día. El cielo estaba cubierto de nubes altas y lisas, de un gris uniforme. Era septiembre, y los primeros fríos de la estación se manifestaban con el rocío que aún humedecía la tierra en las primeras horas de la mañana.

El sargento del puesto se alejó haciendo girar un dedo sobre su sien y murmurando con sorna a los otros compañeros:

—Está como una cabra.

Los buzos subían y bajaban en un vaivén incesante. Alrededor, los arneses colgaban de una pértiga de grúa improvisada, balanceándose sobre el vacío. Cuerdas pendían de la roldana, perdiéndose en la profundidad insondable. Nadie veía nada, pero yo sí. Allí, más allá del reflejo líquido, distinguía unos ojos fijos en mí, observándome desde el abismo. Alguien, en las entrañas de aquel verde espectral, alumbraba con su mirada el fondo del mundo.

Ayer, para zanjarlo todo, le había dicho:

—No me toques los cojones más.

Y me fui. Huerta abajo, pisoteando el centeno con torpeza, haciendo ruido como un zorro asustado. En realidad, huía de mí mismo.

Ahora, con las manos esposadas a la espalda, contemplaba el rastro verdoso del agua, hipnotizado.

Hubo un día en que la vi de un modo distinto, como si regresara de un largo viaje. Su presencia se desplegó ante mí con la misma cadencia de una flor que se marchita en unos segundos, con la intensidad de lo efímero. En aquel momento, mis ojos captaron un destello de fatiga en los suyos, una tristeza que antes no había notado. Ella era mi referencia temporal, el único indicio de que los días pasaban. Hasta entonces, yo había sido ajeno a mi propio envejecimiento. No existía el tiempo para mí.

Ese día empezaron los insultos.

Y ahora, entre la penumbra verdosa del agua, la forma nítida de una sombra emergía lentamente, con los brazos abiertos, como si esperara abrazarme en las profundidades.


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