LA CARCOMA.
CUANDO POR LA NOCHE hay mucho silencio, se escuchan las carcomas horadar las vigas largueras. A veces pienso que están dentro de mí, royéndome, devorándome. No hay nada más íntimo que estar solo en medio de un silencio tan denso que no puedes apartarlo con las manos. Si es de noche, el silencio se vuelve tan espeso que parece tangible, como una niebla que se adhiere a la piel.
Dana se fue el mes pasado, en abril, y no la esparcí por las laderas de Pastur. Es una promesa incumplida a una muerta. La tengo dentro de la lacena, junto a los tarros vacíos que solíamos usar para hacer mermelada de manzana. Se me ocurrió ir bebiéndola con el café, mezclada con el azúcar, que lo tornaba de un color pardo. Todos los que venían a verme llevan un poco de Dana en sus entrañas, o al menos eso supongo. No sé si queda algo allí, en las entrañas, o si se expulsa, si se convierte en excremento u orina, y a dónde va después: si al río, por la torrentera, o si se queda en la tierra, o en el cuerpo como un metal pesado. El caso es que, desde hace unos días, siento algo aquí, en el estómago, como si fueran las polillas que abren túneles en las vigas maestras.
-Me resquema el alma, o eso que se te pone y no sabes dónde está cuando te pasas las manos en plena desnudez.
Vino su prima Zaida, la de Busmente, y me preguntó: "¿La echaste donde ella decía?". Yo le dije: "La esparcí todo entre la ballicada y las hierbas de la maldición, y parte del polvo voló sobre el tejo de la santa de Pastur, y otro poco salió hacia arriba, muy alto, y no puedo decirte a dónde llegó". Mientras sacaba las ropas de Dana de la cómoda, le preparé un café sin achicoria y, antes del azúcar, le añadí dos cucharillas medianas de la urna. El café se volvió más negro aún, como si se cortara al revolver. Ella puso el azúcar a buenas dosis y lo tomó soplando entre sorbos. La observé mientras su cara se iba poniendo coloradita, y entonces se metió la mano en el regazo, apretándoselo mucho, como sofocada, mirándome con fulgor, con una mirada extraña, alta, cargada de deseo. Suspiró muchas veces, y me senté con ella sobre la artesa, agarrándola por allí, con un puñado que no me cabía en la mano. Estaba caliente, que ardía, y no dijo nada, solo suspiraba más, ahora con la boca abierta. La levanté la braga, subida de lo caliente que estaba, y cuando jadeaba, me recordaba a la carraspeada y áspera garganta de Dana durante su segunda semana. Se la metí hasta atrás y la sostuve como un hombre. Sus pantorrillas se pusieron así, con una costra suave y grasienta.
-Sí.
Me sube como un sopor. Es como si llenaran una botella de vino rosado. Una sensación tenue que va marcando mi piel con una sombra endeble y colorada.
-Es ella. Se ha metido en mí.
Vino la cría de la Perota, con sus diecinueve añitos, a traerme el libro de familia con Dana cerrada en la sección de defunciones. Le dije: "Marita, no te vas de aquí sin tomar un café". Ella no quería, pero yo insistí: "Venga, mujer, que aún te queda toda la mañana en el ayuntamiento". Mientras esperaba, mirando los cerezos de la huerta tan blancos, le puse dos cucharillas de la urna y una y media de azúcar, acompañado de unas rebanadas de brazo de gitano. Lo tomó muy rápido, y la observé sorber, mirándole su carita rellenita, mientras sus mejillas tomaban un color carmesí. Fue algo así como si le entrara un escozor, como si no estuviera en sí misma, con los ojos muy abiertos, mojándose los labios con la lengua. Me acerqué a ella, desconfiado, y también le puse la mano allí abajo. Estaba como una ascua, derretida. La levanté de un tirón, llevándome el virgo por delante. Dio una mueca de dolor, pero disfrutó a lo bruto, a lo muy hombre, sin miramientos. Se fue con la sayalita manchada de unos puntitos de sangre.
-Vino la maestra a traerme unos bordados de canutillo olvidados en la catequesis del centro social. Vino la mujer del secretario, la Pura, con una cesta de higos rojos. Vino Prudencia, la de Ultramarinos El Coloso. Vino Adriana, la mujer de Ciprián, el de la Ferretería, a interesarse. Pasaron muchas más, ya tomadas en años o con el virgo reciente.
-Todas tomaron café espeso, dándole muchas vueltas.
Y todas, en un momento u otro, cuando la tenían dentro, jadeaban como ella, de esa forma desesperada, con aquel gorjeo como si Dana estuviera dentro de sus bocas, como si fueran los gemidos del mismo demonio.
Estoy casi lleno, con una marca endeble que se me aprecia en el mentón. El labio inferior como ceniza.
Fueron muchas noches de silencio y de carcoma, con las manos estiradas hacia donde ella reposaba.
Cuando llegó septiembre, la urna tenía casi diez dedos menos. Cogí a la Encastrada y la cinché con la albarda de tiro. Me subí a la mula a eso de las seis de la mañana, con luz por las lomas del Xisto. Llevaba la urna envuelta en un mantel blanco con bordes de filigranas azules. La niebla estaba pegajosa, dejando lastrones húmedos y hojas con gotas como lágrimas. Cuando llegamos a Pastur, era una raya quebrada: arriba, azul; abajo, verde.
No me bajé de la mula. Desenvolví la urna y la agité al aire. Fue como un soplo turbio sobre algo transparente, yéndose hacia arriba y a los lados. Me quedé allí, mirándolo, como si tuviera la forma de un ser del otro mundo. Y me di la vuelta.
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