LOCURA DE AMOR.


 

El movimiento discordante en mi corazón comenzó sin aviso, como un latido fuera de tiempo, como si el órgano hubiera decidido bailar al ritmo de algo que no era la vida, sino su sombra acelerada. Me senté bruscamente, con ese vuelco torpe que hace el cuerpo cuando intenta huir de sí mismo. Ella estaba allí, frente a mí, y yo, con mi manía de olerla, me dejaba llevar por esa costumbre que siempre me deparaba sorpresas impredecibles.
Su cuello, sus hombros, eran una pradera vasta y yerma, hierba seca bajo un sol inclemente. Y su coño... fragante, ambrosíaco, aliáceo, caprino, impuro, nauseabundo. Un territorio húmedo y salvaje, un abismo que olía a pecado y a traición. Hice como que bebía de él, como que me saciaba de su veneno, pero sabía que no era mío. No del todo.
Había estado con otro. La muy zorra, la muy puta, la muy mía. Lo supe en el instante en que levanté los ojos desde aquella postura sumisa, desde aquel acto de devoción perversa. Y entonces lo vi todo. Su cuerpo era un paisaje mitológico: el monte Olimpo se alzaba en su ombligo, un cráter humeante, un volcán en reposo. Su barbilla, un acantilado. Sus ojos, dos mundos abiertos, pensando en huracanes, en casas arrasadas, en olas gigantes. Y en el aire, como una maldición, flotaba el cesio 137, radiación pura, mucho más allá de los 500.000 becquerel que nos harían mortales.
Sus manos reposaban sobre el lado diestro de sus caderas, fluorescentes, como marcadas por un fuego invisible. El cielo se abrió de par en par, y allí estaba Dios, jugando a los dados, como decían, arrojando los huesos del destino sobre la mesa del universo. Tan diminutos nosotros, tan ridículos, tan frágiles, en una mañana de domingo llena de sospechas...
Mi cabeza seguía sobre su coño, respirando el hedor apestoso de otro. Y entonces lo entendí. No era el olor lo que me ahogaba, sino la certeza de que nunca sería suficiente. De que, por más que me saciara, siempre habría otro, siempre habría algo más allá, algo que no me pertenecía.
Me aparté lentamente, con un gesto que pretendía ser digno pero que no era más que otra forma de sumisión. Ella me miró, y en sus ojos vi pasar los huracanes, las casas arrasadas, las olas gigantes. Y supe que, para ella, yo era solo una más de las catástrofes que habitaban su mente.
Tan diminuto,tan ridículo, tan frágil, te vuelve la locura del amor.

Comentarios

Carmen ha dicho que…
Recuerdo esas tres palabras...

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