MAITE.
La primera vez que vio aquella figura tras los visillos, supo que el tiempo no era una línea recta, comprendió que el tiempo podía detenerse y no existir. Era un murmullo circular, un laberinto donde las huellas no desaparecían, sino que persistían, grabadas en la piel de las cosas guardadas en la casa.
Era de noche, y él estaba solo, sosteniendo entre los dedos un cigarro consumido hasta la mitad, cuando el viento hizo que la cortina se elevara apenas. La sombra estaba allí. Otra vez.
No tuvo miedo. Solo pensó en Maite.
La última vez que la vio, el eco de sus pasos desapareció en la neblina de un mayo imposible de tan hermoso. Recordaba vagamente el aroma de las rosas de Cheddar, mezclado con la humedad de los rosales de Alejandría. El perfume de las flores de Bach que ella usaba. Todo quedaba como un eco, un roce apenas perceptible en la memoria. Restos del "Cuarteto de Alejandría", aquella historia sobre el "poeta" que le encantaba releer una y otra vez. Y las otras historias. Todo eran historias.
A veces, creía que aún podía verla entre las calles angostas de la vieja Sippar, enredada en el tiempo, en algún prodigio que él nunca entendería. Había perdido los recuerdos en el noveno paso de su vida, pero los muros de la ciudad antigua se mantenían intactos en su mirada. Si alguien lo miraba de cerca, podría ver en sus ojos el reflejo de las torres, los mercados bulliciosos, los guerreros que caían sin nombre, pisados por los caballos para empezar la historia.
Un día, poco después de despertar, cuando bajó a la calle, encontró una huella delante de su portal. No era nueva. Era antigua, como si hubiera estado ahí desde siempre, esperando ser descubierta. Le recordaba a Maite. Al calor ausente de sus abrazos, a las noches desbordadas de un amor que ya no existía más que en la persistencia del vacío que dejaba el tiempo.
Trazó con los dedos la marca en su espalda, esa cicatriz indeleble que nadie le había infligido, pero que dolía como si el recuerdo mismo la hubiera dibujado. Era imposible saber qué mano había dejado ese rastro, qué senderos había seguido hasta transformarlo en herida.
Y sin embargo, la figura tras los visillos seguía allí. Otra vez. Otra vez.
Cada noche, cuando el viento soplaba con más fuerza, sentía que quería entrar. Y él no sabía qué hacer con su presencia, con ese peso invisible que llenaba la casa de una ausencia perpetua.
Maite no estaba. Quizás fuese una alucinación lo que el veía. Otra vez.
Y lo único que quedaba, cuando el tiempo por un prodigio, se ponía de nuevo a andar, era la desazón y el vacío. Pero cuando miraba el suave sutil vaivén de las cortinas, quizás estuviese allí. Otra vez. Otra vez.
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