MIMOSAS.
Mi tía Cástula terminó convirtiéndose en hortensia, fréjol, nabo, patata temprana, tomate cherry y demás frutos de la huerta. Esto fue después de un año de que mi madre esparciera sus cenizas en el huerto que teníamos en el lado de bajo de la carretera. En aquel terreno, tres mimosas se erguían majestuosas y, cada febrero, llenaban el aire con un dulzor extraño e intenso.
Recuerdo que entonces pensé que la tía Cástula también debía ser un poco mimosa. Fue en aquel primer año del siglo que nunca trajo el fin del mundo, cuando las mimosas dejaron un aroma tan profundo que llegaba hasta el río, que estaba serpenteando al fondo del valle, resplandeciente como cubierto de una capa de plata.
Ayer por la tarde volví a Penairada. Me dio por subirme a la línea de autobús que, a pesar de los años, sigue deteniéndose frente al Parroquiano, aquel viejo local ahora casi devorado por la yedra.
El Parroquiano conserva su chapona redonda con la palabra "teléfono" y un desvencijado letrero azul donde apenas se distingue la inscripción "guano y enseres". Desde allí hasta la casa de los Carteros, la distancia sigue siendo la misma: unos doscientos metros. Las mimosas han crecido hasta casi tocar el cielo, y el huerto es ahora una selva donde asoma un guindal que mi padre plantó después de lo de las cenizas. En la entrada de la casa, pegado a la pared, aún resiste el viejo buzón de metal con una carta blanca lacada que desafía el tiempo.
Las puertas, vencidas por los años, cedieron con facilidad cuando las empujé. Dentro, un torrente de luz se filtraba a través del techo medio hundido, iluminando la escalera de madera que conducía al piso superior. Como pude, casi gateando y con el riesgo de hundirme, logé subir. Avancé por un pasillo de tablillas de roble hasta el fondo, hasta la habitación que siempre había pertenecido a Cástula.
No podría decir qué extraño impulso me llevó hasta allí. Hay cosas que, por más que las dialogues contigo mismo, nunca logras resolver. Para recordar, lo mejor es cerrar los ojos y esperar a que ocurra. Si estás en el lugar adecuado, el sortilegio tiene muchas posibilidades de cumplirse.
Todo comenzó con el aroma de las manzanas asadas sobre un planchón al rojo vivo. Luego, la penumbra de la habitación de mi tía y yo entrando a hurtadillas un domingo, alrededor de las diez de la mañana. Ella levantaba el cobertor y allí estaba ese hueco inmenso y cálido donde solía acurrucarme.
Sé que era febrero por el olor y porque fue entonces cuando los muertos resucitan en los vivos. Aquella mañana, la mano de mi tía se deslizó lentamente por mi entrepierna, primero con su larga uña, después con su palma suave de maestra de escuela. Se movió y volvió a moverse con lentitud, mientras sus grandes ojos castaños me observaban con fijeza, hasta que el milagro de la resurrección de los muertos se manifestó de aquella forma extraña, cuando me estrechó de pronto contra su cálido pecho, sintiendo aquella sensación sublime que nunca había sentido.
Sé que los zarzales y el brezo que han invadido la huerta no podrían haber crecido tan altos si el polvo de Cástula no siguiera allí, encarnado en la misma mano ágil y etérea que me despertó aquella mañana de invierno, para convertirse en un recuerdo que quizás no olvide nunca.
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