NOCHE.
Yo soy de correrme fácil.
A veces, un pie arriba y un pie abajo, y ya me corro.
Benerita me dice: —Ya.
Y yo le digo: —Ya.
Todo esto ocurre de noche. Graznan gaviotas en la oscuridad, como ánimas perdidas. Aceleran motos, rasgando el aire con sus rugidos metálicos. Voces llegan desde una calle cercana, fragmentos de conversaciones que nunca entenderé. También está el coche detenido frente al semáforo en rojo, latiendo al ralentí, hasta que de pronto despierta, escupe un acelerón y se pierde en la distancia. Entonces queda ese sonido industrioso, un buuu de máquinas lejanas, como si la ciudad respirara por tubos de acero. Y entre todo esto, a veces, el silbido del último tren, agudo y melancólico, como un lamento.
—Anda, ven, ponte encima —me dice, y yo me pongo.
Es ese movimiento incómodo, en el que hay que pasar la pierna con cuidado, a menos que entres por la horquilla, como un ladrón entre rejas. Sus piernas forman una Y griega al revés, un territorio que domino a medias.
La noche comienza cuando me aparto de entre sus muslos. Sus amplias espaldas, entonces, se me antojan como la Muralla China vista desde lejos: una frontera monumental, sudorosa, cubierta de gotitas infinitesimales, como lágrimas que no llegaron a caer.
A veces, en medio del jadeo, se me aparece el Niño Jesús. Flota sobre el cabecero, sonriente, y me dice: —Todo muy bien. O casi bien. Técnicamente, la follas bien.
Y luego está el Arcángel San Gabriel, que se materializa junto al armario y, con voz de bajo profundo, me nombra el Penetrador Solitario. Sus palabras me animan. Me dan fuerzas para seguir, aunque ya haya dado la vuelta, aunque el cuerpo me pese como un saco de arena.
Hay noches demasiado largas. Noches en las que el mundo parece reducirse a este cuarto, a este cruce de cuerpos, a este ya que lo resume todo.
Y luego, el silencio.
El buuu de las máquinas.
El último tren, que ya se fue.
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