OLORES.
No bastaba mirarme al espejo.
No era suficiente. A mí no me alcanzaba con levantarme sin rumbo, vagando entre las paredes mientras ella sorbía el café y mordisqueaba ese pastelito rancio. Luego partía. Yo me iba a la ventana, siguiendo su contorno hasta que su cuerpo lentamente se perdía al dar la esquina. Luego me volvía. Pensaba para mi, cómo podría haber un “hombre como yo sin dar un palo al agua”. Ni lo sabía.
Mi mujer marchaba a su trabajo cotidiano, como cualquier alma recta y pulcra.
Mi ritual para visitar a la otra se repetía cada setenta y dos horas (un aproximado), que mis testículos recuperaban su peso natural. La edad los había vuelto lentos en la acumulación; el semen ya no trazaba esos hilos viscosos que antaño recordaban a lombrices aplastadas o ciempiés agonizantes.
Ordenar cualquier objeto implica arrancarlo de su estado primigenio, su ideal entropía. Minutos después, la cosa se convierte en un ente neurasténico, insufrible, condenado a existir fuera de su caos natural. Por eso solo me duchaba cada cinco días. En mi equilibrio putrefacto, me apostaba en el "vidét", y con agua helada restregaba el glande y el ano —a veces un jabón perfumado—, luego frotaba la toalla hasta dejar la barriga enrojecida, las ingles irritadas. Nunca faltaban, unas gotas de perfume barato. Mi capullo olía a una granja de visones en celo, recien perfumados.
Al entar en el portal y subir al tercer piso, siempre tropezaba con el mismo espectáculo en la calle: un camión descomunal de cerveza estacionado bajo lonas gigantescas. El aire olía a pan de una tahona cercana, y escamas de pescado baldeadas a la acera, mezclado con ese olor a hojas marchitas. La calle llena de gente que compraba acarreando sus bolsas.
El hechizo comenzaba a las once, era un protocolo: la puerta ya abierta cedía sin resistencia. Yo avanzaba hacia la alfombra de motivos orientales, desgastada. Me arrodillaba ante ella, le abría la bata, le bajaba las bragas. Su sexo aparecía —desgreñado, oliendo a jabón, y a gotas de aroma agradable—. Era una bestialidad sin adornos. No había hambre en mí, solo compulsión. Mordía, lamía, escarbaba. De lo árido a lo húmedo. Mi lengua se perdía en sus recovecos; si fuera la lengua del diablo, le atravesaría el vientre hasta asomarla por su culo.
Aquel día supe cuánto la quería.
Sí. El día de su desarreglo intestinal todo cambió. No supe cuándo empezó: ese hedor a levadura agria, la humedad turbia y el sabor dulzón en mi boca. Al bajar por sus muslos, descubrí hilos de sabor ocre, madera podre, tierra y agua estancada. Caca. Montones que mi boca amasaba sin querer, lubricando mi mucosa. Reprimí mi asco. El cuadro resultante superaba lo grotesco, alcanzando una perversa modernidad…
No le comenté nada.
Fue luego en primavera cuando le dije que la amaba. Ya no quedaba nada en mi vida tras la partida de mi esposa. Solía salir sobre la misma hora a la ventana en una nostálgica ceremonia. En la calle las hojas de los árboles crecían, los niños gritaban —pequeños atormentados por depresiones prematuras y manías absurdas, ululaban, daban vueltas y vueltas---.
—. La vida seguía.
En La Solana, siempre pedía un café solo. Aquel día, recuerdo que el camarero señaló mi boca con asco: «Tiene algo… ahí». Lo miré de frente, y se lo dije, oiga, sabe usted, es mierda de mi querida, pasa algo.
No sé si conoces el olor de la tierra revuelta con sangre. Yo no.
Ni el de tus entrañas al pudrirse. Yo tampoco.
Los mataderos. Cómo huelen.
Las guerras. A qué huelen.
En el espejo me contemplaba. Bastaba un segundo para confirmar mi soledad. Siempre esperando la noche, que nunca traía consigo más que otra madrugada vacía, con aquel olor.
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