SOBRE LA LUZ.
De cada aportación que hago al mundo,
una parte se queda suspendida en el aire,
como un aliento sin dueño, flotando entre la brisa de lo que fui.
Otra exigua se va en calor, en esa tibieza que resguarda el pulso,
la fragilidad de mi sangre latiendo contra la noche.
La luz me aporta su parte de sombra,
un rincón donde reposo mi nombre y lo olvido,
donde la penumbra se vuelve un resquicio
para que el tiempo pase de puntillas sobre mi piel.
Los pensamientos me atan, obsesivos,
dibujando arabescos en la memoria,
hilos sutiles que me sostienen y me desgarran,
como si vivir fuera el arte de ser atrapado en la red de uno mismo.
Los pasos que doy me alejan, me desgastan,
cada uno restando un grano de arena a mi cuerpo,
como si mi existencia no fuera más
que un desmoronarse lento hacia la nada.
Dejo rastros:
los detritos que arrojo, lo que transpiro,
las cosas que muevo sin saber si importan,
los suspiros que sueltan las cosas cuando las cambio de lugar.
Imagino un mundo más blando,
donde la puerta que abro me lleve
justo al espacio que me corresponde,
donde el aire sea suficiente,
donde la soledad no tenga espinas.
Los ojos entre el silencio,
la vastedad de lo que no digo
y que, sin embargo, me roza,
como un animal callado que me acecha
desde la otra orilla del tiempo.
Hay una diferencia exigua entre el amor y la nada,
un espacio tan mínimo que solo cabe en él
el gesto de contemplar el mundo sin ninguna violencia,
sin herirlo ni poseerlo,
como quien pasa la mano suavemente
sobre las esquinas de la piel de aquellos que me amaron.
Y ahí, en ese roce imperceptible,
por momentos, ya asoma la muerte.
Comentarios