TIC-TAC,
El tiempo, como un manto invisible, se posa sobre los hombros con la delicadeza de una telaraña. Uno no se da cuenta hasta que el polvo de los años se vuelve costra, hasta que la piel misma comienza a sentir repulsa por la calidez de una caricia. No cabe duda de que, con los días, con los meses, con las estaciones marchitas, uno se hace más sutil. Más falso.
Caminar la ciudad es aprender a mirar de forma obtusa. Es entender que los reflejos en los escaparates son menos ciertos que las sombras proyectadas en las paredes. Y así, de tanto andar, los pasos se vuelven indolentes; los pies dejan de esquivar las palomas que picotean migajas en las manos infantiles. Se las pisa sin premeditación, como si fueran parte del asfalto, como si su pequeño aleteo no significara nada en el devenir del día. Ni siquiera la sangre derramada en las aceras, licuada en el ocaso ardiente, detiene el andar. La sangría del sol en las tardes de verano no conmueve. Nada conmueve ya.
Cuando la noche despliega su manto de penumbra, las piernas saben hacia dónde dirigirse. Suben los angostos terraplenes, cruzan las vías del tren con la certeza de los fantasmas. Al final del trayecto aguardan los nidos iluminados, esos sitios donde el neón chisporrotea con la ansiedad de una luciérnaga moribunda. Es allí donde los murciélagos cuelgan, asustados, pero sin escapatoria. Como nosotros, como todos los que han aprendido a vivir en la sombra de lo que fueron.
El paso de los años endurece la carne, la vuelve vil y huidiza. La ciudad no da tregua; escupe arrogancia desde cada esquina, desliza su ponzoña a través de carteles chillones que prometen juventud eterna y felicidad embotellada. Y las caras de papel, tan blancas, tan perfectas, se acercan con sonrisas de emboscada, besando con labios de tinta la boca reseca de quienes han olvidado lo que es amar.
Ya no se le habla a la luna con palabras dulces. Ya no se pronuncian versos al reflejo de la noche. La poesía se ha oxidado en la garganta, y el silencio es el único lenguaje que queda. Y sobre el pecho cuelga un reloj pesado, implacable, marcando cada segundo con la cruel certeza de un verdugo. La vida no es más que el eco de su tic-tac.
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