ATARDECIDA.

 



El ocaso parece lento abril. Es como un ensayo  hacía la muerte. Hay algo sensual en esa rendición. Sabes que la vida sólo puede entenderse en los recuerdos. Se lo decía, le decía: “el atardecer es ese instante en que miramos atrás y solo vemos el origen de las sombras.”

¿Habrá algo sensual en eso? 

—Ven y fóllame— le decía a Hera. En una pausa. Los domingos al acabar la tarde.

Ocurría en abril, al filo del ocaso, cuando la luz se desangraba en el horizonte. Arropados contra el leve frío, contra el mundo.

No hay nada más hermoso que follarse, aunque sea sin amor. Follarse con las piernas abiertas, desgarrando el silencio; o con las piernas sobre el cuello, como un nudo que ahoga y libera. O darle golpecitos en el culo, ritmados, sintéticos, como un tambor que anuncia algo antiguo, algo que ya no importa.

Por las tardes de abril, cuando follas, sucede la metamorfosis. Puede ser de lado, como bestias cansadas; o con ella cabalgando, dueña del vértigo; o posada como una mariposa nocturna, tan leve que apenas roza la piel. Así debe ser el principio del fin del mundo: un suspiro, un gemido, un instante que se desvanece entre los dedos.

—Dame pan de centeno, aceite de oliva y vino tinto—. En una tarde de domingo, en abril, bajo un cielo frío y rojizo. Donde las aves diminutas, equilibristas del crepúsculo, se posan sobre las hojas amarillentas de las hojas de los pinos, infinitesimales y eternas.

—Tú recuérdame, lo que decía el poeta—.

Vendrá la muerte a buscarnos, a rescatarnos. Nos acurrucaremos en su manto, huérfanos de todo, escapando de la miseria.

Ya de noche limpio el cielo.

Miras a Júpiter: una estrella blanca que regresa al lienzo púrpura recien anochecido. Esperas. El final es solo otro orgasmo, otro espasmo en la penumbra al acabar el día.

—Ámame, aunque sea sin amor. Arrópame un domingo al final de la tarde

Hueles tanto a ti que, por un momento, la soledad se desvanece.

-Sabes.

No  quisiera que retornase el miedo.

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