Estuve cierto tiempo cerciorándome de si, al despertarse, me miraba con ojos tristes. Aquella tristeza no era la del llanto reciente, ni del dolor inmediato, sino una más profunda, como si llevara años instalándose la incertidumbre detrás de sus párpados. Como si todo el día por delante, fuera una condena.
Olía a distancia, a tres días de ausencia. Una lejanía animal.
Su pelo era una selva. No de perfume ni de efluvios, sino de líquenes húmedos, de moho verdoso que avanzaba sin pudor por sus raíces, un olor sin descripción exacta. Y aún así, aún así, yo tenía ganas.
La puse mirando a los platos sucios. Una maniobra llena de desgana y resignación por su parte. No sabría explicarte cómo. Ni por qué todo era así en aquel protocolo.
Había en el aire ese ambiente detenido de los domingos grises, de una lluvia oblicua que venía de poniente, como una visita que nadie espera.
Los cristales no dejaban ver bien lo que se agitaba fuera. Ramas vivas de los árboles de la acera, acaso fantasmas verdes que querían entrar.
Tuve un presentimiento: ella estaba yerma. Pero yo empujaba. Era el inicio para mi gozo dominante.
"Al principio costaba". Todo parecía mal colocado. Había algo en ella, o en mí, que hacía fricción con el mundo. Algo que debería ser suave y leve.
Me inventaba figuras sobre los cristales húmedos, sonidos diminutos de gorriones que bajaban por la chimenea, y para el caso, le decía con insistencia:
—Siempre te quise.
Una vez dentro, me detuve. No sentía nada.
Sobre mi frente, su pelo se abría en dos como una cortina mojada. Sus espaldas eran grandes, firmes como una muralla que no pedía asedio.
El culo, donde yo estaba, blando y cálido, hiperbólico, como si se burlara de toda la escena que había imaginado para excitarme.
No llevaba amor. Nada. De amor, nada.
Cuando no hay amor, todo adquiere un color púrpura y el oído capta sonidos imposibles. Cuando no hay amor: las uñas que rascan sobre la cal, murmullos sin dueño. Desagradables.
Y sin embargo, podría decir que había un poco de calor. Un vestigio.
Otros en mi lugar hablarían de viajes: París, Praga, Barcelona... con sus amigos. De estas escenas hogareñas, sólo contar para armar un chiste, una parodia de bar.
Quería estar más adentro. Mi imaginación había previsto pararme, sentirme allí cogido a sus espaldas, sentirla todo lo posible, sin moverme a penas, hasta sentir el estremecimiento.
Nuestros espíritus ululaban, sí, por un pasillo largo, buscando el eco de algo parecido al amor. Pero no hubo señal. La humedad de los cristales habían hecho un llanto de gotas caídas.Ni una lágrima solitaria pegada al vidrio.
Todo estaba por hacerse, y los cacharros seguían sucios.
Hubo un instante, fugaz, cuando el delirio dejaba aquel poso de vacío en mi alma. Me apreté más fuerte como si tuviese miedo.
Por segundos, sus amplias caderas se volvieron un refugio, como si sólo tuviese eso en mi vida.
Un hogar primitivo.
Al salirme, como sorprendido, cerré los ojos. Ella no se volvió. No me dio ni un beso.Ni una palabra.Ni un gesto. Se puso a fregar los cacharros.
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