CITA.
Devoción y ruina.
A veces, mientras la esperaba, me entregaba a esos pormenores y cavilaciones sobre qué protocolo seguiría aquel día cuando llegase.
Me contemplaba en espejo cóncavo de la puerta del armario, ensayaba poses, imaginando sus pasos acercándose por el pasillo hacia la habitación —otra cita más en nuestra serie abundante de encuentros—.
Al entrar, evitaba su mirada. Casi nunca la miraba a los ojos.
Siempre llevaba faldas cortas. Mis ojos se deslizaban hacia sus piernas largas, y entonces, como en el ritual meticulosamente planeado desde la víspera, caía de rodillas ante ella. La abrazaba por las caderas, alzando la vista hacia su rostro de esfinge, y hundía mis dientes mordiéndola sobre tela, de su falda, ansioso, voraz. El mundo se disolvía. Sólo estábamos ella y yo.
Cuando enterraba literalmente la cabeza entre sus piernas me llegaba el efluvio de sus gotas —un aroma alucinante, digno de “Clive Christian...”, o quizá no, pero bien podía serlo— me embargaba, buscaba su sexo con la boca y lo devoraba en un frenesí de cadencias y ritmos. Casi perdía el aliento, el equilibrio, y cuando ella se iba; aquello era manjar de dioses.
Su orgasmo llegaba tarde, tras una lamida incansable, interminable. Era muy abundante. Se doblaba entonces, lenta, deslizándose por la pared hasta sentarse en el suelo, mientras yo arrojaba sobre su piel —unos doscientos mililitros, calculaba— el flujo acumulado en mi boca.
No te imaginas lo “encoñado” que estaba.
Fue mi ruina.
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