TIEMPO.
Deberías reflexionar antes de preguntar la hora a un desconocido.
Ante la duda y la sorpresa, lo inmediato se presenta de forma inexacta. Entre el gesto de interpretar la pregunta, su mirada y luego su amable contestación, se gesta una incertidumbre. ¿Es cierto su tiempo marcado? Las ilusorias marcas progresivas en las que él cree vivir, dando por cierto su ritmo en la vida, son apenas una convención.
Incluso si su reloj, atado a su pulso, estuviera descompuesto, incluso si los gusanos horadaran sus órbitas, seguiría existiendo la duda sobre la certeza de su tiempo transcurrido.
El que te pregona la hora es un iluso. No alcanzo a sonreírme por vergüenza.
Debería quedarme quieto y dudar de su verdad. Otear en qué dirección me propongo el desplazamiento. A veces me hastía recorrer los olores, el tacto, los colores, los sabores. Otras veces elijo caminos polvorientos que me llevan a colinas lejanas por varias vías y direcciones, todas inevitables.
Escogí hacer con mi navaja un trozo de vara, afilada en la punta, que apoyo en la tierra para rebuscar sobre piedras movedizas lo que se oculta a cada hora en esos mundos desapercibidos. Siguiendo el verdor, intuyo la humedad, la vida oculta en el subsuelo. No hace falta asomarse demasiado para ver ciempiés girando absurdamente sobre sí mismos, incapaces de comprender que la libertad empieza en la zona seca e infinita. Otros insectos, cegados por la luz incesante, giran en una danza de confusión.
A otro desconocido le pregunté la hora. Fue lo mismo. Apenas cinco minutos desde la última consulta. Otra vez la duda en la mirada y el gesto de interpretar su propio tiempo para decírmelo a mí, inexacto, inasible. Me afirmó los minutos con énfasis. Desechó los segundos. No sé por qué razón todos obvian los segundos.
Pasaba un can famélico, el costillar marcado, el hocico afilado, la cola curvada hacia arriba. Husmeó mis zapatos. Pasó un carro arriero de ruedas de madera, tirado por dos lentos bueyes que, con absoluta certeza, escogieron el camino hacia la izquierda, donde se divisaba un pueblo encalado con una alta torre de iglesia.
A lo lejos, los vencejos ascendían y descendían en vuelos erráticos. Los cuervos tambaleaban en el aire, y las golondrinas, con su pecho blanco, danzaban en direcciones opuestas unas de otras.
Desde la última hora, ¿cuánto aún?
Con mi vara dibujo figuras aleatorias sobre el suelo, sin un propósito claro. He de decidir por dónde abordar la colina más lejana. Nadie cerca para preguntar la hora de mi partida. Nadie para decirme si llegaré a tiempo a tocar el cielo.
Es obvio que todos los segundos que me son negados juegan en mi contra.
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