NIDOS.
Si alguna vez ves germinar algo, aunque sea una brizna, no puedes evitar pensar que estás presenciando un milagro. Pero también lo es —en su extraña y callada manera— todo lo que corre o repta sobre la tierra. Cada criatura mínima, cada línea viva que se arrastra o se oculta, forma parte de ese mismo asombro, aunque su belleza sea más difícil de aceptar.
El jueves pasado descendí a los pinares de la Hondonada. Hacía al menos dos años que no me dejaba caer por allí. Desde lejos el monte se mostraba compacto, casi inabarcable, como un animal dormido, pero al bajar la cuesta hacia el barranco de Zenón, el aire se volvió espeso y se impregnó de un aroma denso, a resina fresca y sol atrapado en madera.
En ese paraje abundan los pinos piñoneros, los negrales y los blanquillos; hay bastantes donceles —jóvenes, de corte recto— y, aquí y allá, se alzan algunos pinos reales, solitarios y orgullosos, como centinelas antiguos. Al caminar, el suelo crujía bajo mis pasos con un sonido seco, íntimo, parecido al de cortar pan recién horneado. Es curioso cómo la memoria sensorial se confunde con la del estómago y el alma.
Cuando llegué a la parte más frondosa del bosque, alcé la vista hacia las copas y me sorprendió un espectáculo silencioso y algo perturbador: colgaban de las ramas más altas unas bolsas blancuzcas, con la apariencia de capullos gigantes, semejantes a huevos de tela de araña. Se mecían levemente con el viento, como si contuvieran aún algún hálito de vida.
Al seguir adentrándome en aquel bosque, mis ojos se acostumbraron al claroscuro del pinar y empecé a notar movimiento en el suelo. Por entre los recovecos y hondonadas cubiertas de aguja seca, desfilaban las procesionarias en hileras que parecían infinitas. No sabría decir cuántos metros ocupaban ni cuántas líneas se entrecruzaban bajo los árboles. Su orden era impecable: reptaban en fila india, pegadas unas a otras, la cabeza de una tocando la cola de la anterior, como si compartieran un destino común que no admitiera fisuras.
Me detuve ante uno de los troncos. La comitiva trepaba lentamente hacia uno de aquellos nidos blancos. Subían sin prisa, pero sin vacilar, como si conocieran cada rugosidad de la corteza. Desde allí, accedían al envoltorio elevado, hecho de hilos tan compactos como finos, tejidos con paciencia y estrategia. Aquellos nidos parecían a la vez úteros y tumbas.
Observé entonces que los pinos infestados lucían enfermos: sus agujas se habían tornado de un marrón sucio, enfermizo, que iba del ramaje más alto hasta casi la base del tallo. Algunos ya presentaban un tono pardo definitivo, el color con que los árboles se rinden a la muerte. En los más castigados, la copa estaba deshilachada por el viento, como si el mismo bosque quisiera deshacerse del recuerdo del huésped. Los nidos vacíos, rotos, quedaban suspendidos sobre ramas secas, sin vida, deshabitadas como huecos sin luz.
Y sin embargo, podría imaginarse con toda la incertidumbre, algo también había nacido...
Es paradójico, pensé, que mientras una cosa germina, otra debe morir. Que la vida nueva, para hacerse hueco, tenga que horadar a la antigua. Tal vez todo lo que se arrastra, para sobrevivir, deba extraer algo de la savia o de la sangre de aquello que toca. En ese intercambio —silencioso, inevitable— hay una verdad dura como una raíz: todo milagro tiene su sombra hasta volver a la nada.
Comentarios
También comparto la fascinación por los ciclos que expeeimenta la vida y la dualidae que hay en todo ciclo de creación y supervivencia.
Es un relato precioso. Increíble la corrección del escrito cuando se trata de un hecho calmado, sosegado.
Gracias.