ESPERA.
Llevaba varias horas acostado en esa posición de boca arriba. Ni sueño ni vigilia. Solo un estado como si fuera un mineral reposando eternamente. Fue entonces cuando noté aquella mano extraña, sanadora, que me empezó a tocar los mismos huevos, los mismísimos, sin compasión, con desgana, como quien remueve un recuerdo viejo en una caja de cartón humedecida por la lluvia. No sentí nada. Porque era la mano que siempre me tocaba al mismo atardecer, y de la misma forma. Con una mezcla de ternura automática y abandono ritual.
En el inicio parecía una historia hecha de cosas.
Era una historia. Una historia que llevaba papeles de caramelo pegados entre las páginas de un libro olvidado. Hojas marchitas con olor a otro siglo. Miradas que no se dijeron nada en un bar de carretera, junto a una máquina tragaperras sin luces. Un navajazo una noche, en un barrio que tenía la mala costumbre de no perdonar errores. Largas noches de hospital, con las luces fluorescentes marcando el tiempo como un metrónomo cruel.
Mucho vino tinto, sí. Tinto como las bocas heridas que besé, como los ojos llorosos de mi madre cuando me echaron del trabajo. Días sin fin, meses vacíos, años colgando de un gancho oxidado.
Amores no correspondidos, esos sí que dolían. Eran como dormir sobre cristales sin notarlo hasta la mañana siguiente, cuando uno no puede ni apoyar el alma. Odios nacidos del mismo amor, y amores que nacieron del mismo odio. Enfermedades lentas como las cucarachas que viven en las grietas del tiempo. Enfermedades instantáneas, fulminantes, como decisiones que se toman en un mal día y cambian toda la vida.
Las neurosis... esas eran mi colección privada. Palabras girando sin freno, como calderos sobre un fuego eterno. Locuras mías y ajenas, intercambiadas como cromos con otros rotos.
Casi me suicido un martes, pero se me pasó. Me faltó un empujoncito. El jueves ya tenía otra idea. Los domingos eran más difíciles. Había silencio. Y el silencio sabe más de uno que uno mismo.
Recorrí cordilleras internas, montañas llenas de eco, mares sin horizonte. Caminé ciudades humeantes. Paisajes con humo. Paisajes sin humo. Paisajes muertos donde el viento tenía nombre de exnovia.
Puestas de sol interminables en agosto, con pan de centeno abierto en canal y los dientes rotos. A veces, me parecía que hasta el pan sufría.
Y allí estaba yo. Con la misma mano, la misma rutina. Tocándome los mismos huevos como si fueran las campanas que marcan el final de algo. O el principio.
Y pensé: la empiezo así.
Porque quizás, al final de toda desesperación, haya un cuento. Un cuento que se toca siempre en el mismo lugar, a la misma hora. Que no cura, pero acompaña. Que no salva, pero nombra.
Y si la muerte llega, dices, y que me pille tocándome los huevos. Llevaba horas allí, boca arriba, esperando no sé qué.
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