ASÍ MISMO.

 


Hoy apenas ha amanecido y ya siente que no podrá con el día. No ha dormido más de dos horas, y si él fuera un objeto, sería uno apoyado en su vértice: inestable, puntiagudo, a punto de caer hacia cualquier lado del abismo que le rodea.

Él se llama a sí mismo el vigilante. Otras veces el observador. Es la parte de sí que, aun en medio del caos, aún razona. Esa parte lúcida que sabe que algo no va bien, que revisa sus actos más recientes con la frialdad de un espectador: sus gestos automáticos, sus manías ceremoniosas que lo atrapan si no las ejecuta. Si no golpea tres veces el pomo de la puerta, si no traza con los ojos un patrón invisible sobre los azulejos del baño, entonces —cree— algo terrible ocurrirá. Tal vez no sobreviva la próxima hora. Tal vez no despierte mañana.

El vigilante le habla sin hablar. Lo mira desde dentro y le dice: esto no es normal.
Pero el otro, el niño viejo, no lo escucha siempre.

A veces, al mirar por la ventana de su piso, y ver el mundo tan abajo, tan ajeno, siente que una fuerza le susurra al oído: ¿Y si saltas? ¿Y si ahora mismo…?

Pero no salta. Mira. Tiembla. Se sujeta.

Las noches son peores. Traen de regreso al padre: ese hombre de pocas palabras y manos veloces, que convertía los castigos en ceremonias de dolor. El cinturón no preguntaba dónde dolía más. Solo bajaba, como si buscara un secreto enterrado en su piel. Lo llamaba tísico, lo amenazaba con atarle las manos si seguía con esas cosas. Pero él no podía parar.

Porque el cuerpo había comenzado a hablarle en otro idioma. Uno que nadie tradujo. Uno que le enseñó, en secreto, el Párroco de Piedra Fría.

Don Aniceto. Voz grave, dedos finos.
Un día le habló de Dios. Otro día le habló del pecado.
Y otro, sin decir palabra, le introdujo el dedo bajo los pantalones y le enseñó una extraña forma de oración. Era un rito, un gesto, una sacudida en la carne que dejó en su alma una estela blanca y confusa. No entendía si era castigo o milagro. Pero lo repetía. Solo. Siempre. Cada vez que podía.

Y entonces nació la obsesión.

Se escondía a mirar a las mozas de Ruivás, las que se cambiaban detrás del pajar antes del baile. Descubrió el vello, los pliegues, los olores del deseo. Y mientras observaba, recreaba el rito de Don Aniceto como una respuesta litúrgica a su propia ebullición interior.

En paralelo, su semen crecía, como si fuese una forma de contar los años.

La culpa llegaba después. Como siempre. Como un retablo que no cesa. Una parte de él sentía que aquello era impuro. La otra, lo repetía hasta el cansancio.
Y entre esas dos mitades, comenzó a florecer la mente como un terreno arrasado por la maleza: pensamientos obsesivos, catatonías ceremoniosas, miedos al futuro, a los hospitales mentales, a la inmovilidad, al tiempo.

Oh, el tiempo.
Eso que arrastra a los otros, a los congéneres, hacia la senilidad, hacia la nada. Y él los mira como espejos posibles. Como pruebas de su destino.

Y ahora está aquí, frente a la ventana. Observa los camiones de reparto que van y vienen. La acera parece lejana, como si no existiera. El cielo tiene el mismo gris de siempre. Y en su pecho, el vigilante despierta y le habla sin voz:

“No estás bien. Pero aún estás aquí.”

Y eso, aunque no lo parezca, es un gesto de resistencia. Un acto casi revolucionario.
Porque aunque todo dentro de él se tambalea, él no ha saltado.

Aún respira.
Aún observa.
Aún escribe.


Comentarios

Carmen ha dicho que…
Una explicación. Pormenorizadamente construida. Mayor de la que la mayoría buscan a su comportamiento.
Veo que la maqueaste: foto, título, la fuente que servía de guión... Dime, ¿es de ahora, o ya lo habías escrito antes?
Dime más, ¿también desea?, ¿qué desea?
Idus_druida ha dicho que…
Él no sabía qué hacer con esa mirada.
No pedía. No rogaba.
La deseaba.
Anónimo ha dicho que…
Pero no la amaba...
Idus_druida ha dicho que…
Deseo viene con prisa,
con labios entreabiertos,
con la urgencia de saberse vivo
en un instante fugaz.

El amor se queda después,
cuando el cuerpo ya ha callado,
y los ojos hablan lento
en la penumbra compartida.

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