DOS PARTES.
La lagartija, hendida, partida en dos, aún convulsionaba en sus dos partes. El segmento sin cola avanzaba en línea quebrada, privado de su timón natural. La larga extremidad cercenada daba tumbos erráticos, aunque a veces lograba un ínfimo avance. Mi vara de avellano, larga y tersa, sin su piel, ostentaba un vestigio leve de sangre fría, aguardando una decisión tácita de acabar con toda vida. La parte con cabeza, todavía investida de una vitalidad precaria, se impulsó unos metros sobre el lecho de hojarasca. Esperaba la mengua progresiva de sus espasmos, que efectivamente se atenuaron hasta casi desaparecer, en una curva silenciosa y lenta de espera hacia lo inerme, e inevitable.
Lo abandoné todo a mi espalda y proseguí el camino. El sol, en su cénit inmóvil, inundaba el paisaje. Discernía las sombras rindiéndose al dominio de su luz. La ladera se erguía como el flanco de un monte: ora descarnado y pétreo, ora vestido de brezos donde insectos múltiples danzaban sobre flores de color del vino.
No recordaba mi punto de partida. Vagamente, mi memoria intentaba un esbozo. Dudaba entre ascender, descender o desviarme lateralmente, ignorando si alguna dirección me devolvería al origen olvidado. La caminata se prolongaba, la mañana se dilataba, y una sombra inexplicable se proyectaba ante mí, cuestionando su propia existencia en aquel paraje.
Avisté más criaturas, cada una absorta en su efímera faena. Incluso una serpiente cruzó el sendero con ondulaciones sinuosas, la cabeza erguida en alerta. Su cola se deslizaba entre las lastras erosionadas y la tierra polvorienta, de un tono calizo oscuro, salpicada de piedras transparentes de cuarzo. Tal vez consciente del peligro del tramo desguarnecido, la serpiente apresuró su marcha. Sus ojos laterales, en su cabeza triangular, escrutaban el entorno. La vara descendió, certera: tres golpes proporcionales y secos, firmes en la decisión de seccionarla. Cuatro fueron, al final. La cabeza y dos palmos a un lado, la cola y un palmo al otro. Y entonces, un baile macabro, sin rumbo ni propósito: todas las partes enroscándose sobre sí mismas, en una confusión instintiva. La ladera, ahora inalcanzable para ellas, pues cabeza y cola no podían sostener su precaria vida por separado. Los movimientos se extinguieron gradualmente. Percibí un último espasmo arrítmico, un coletazo lateral. Al principio creí que era el silencio circundante el que vibraba. Lo supuse en mi ego justiciero. Pero ya era el estertor final de su agonía compartida. Mi triunfo asesino.
Tras la vacilación, me asaltó una sensación inédita: la impresión de que todo comenzaba en ese preciso instante. Una conciencia súbita de la existencia, como si el pasado inmediato se hubiera disuelto en la nada. Por eso lo afirmo con tal convicción. Mi carácter sádico, dominador.
Puedo asegurarlo con certeza casi absoluta: estaba ascendiendo. El camino, a veces generoso en su anchura, se angostaba en otros tramos. Podría encontrarme en cualquier punto de una montaña vecina a un lugar impreciso. Sabía, por una convicción profunda, que la duplicidad de una existencia singular era posible. Lo había presenciado con un ciempiés que huía hacia una laja plana, antaño trabajada por la pica de un cantero hasta adquirir forma circular. Antes de que se ocultara bajo la piedra, asesté un golpe preciso con la punta de mi vara sobre su columna segmentada. La división resultó simétrica. Y de nuevo, el fenómeno inexplicable: cuarenta y ocho patas a un lado, cincuenta y dos al otro. Aquí, la separación no alteró la cantidad, sino la forma. Ambas mitades se contrajeron sobre sí mismas, formando nudos intrincados. Y el final fue el mismo: un paroxismo de patitas agitándose con vehemencia, que fue declinando hacia la inmovilidad, hacia la nada del movimiento.
Llegado a la convicción experimental de la latencia de dos vidas en un solo ser, elevé la mirada al cielo omnipotente mientras orinaba sobre una maraña de zarzales. Todo esto bajo la mirada del poniente, en su dilatada presentación de nubes entrelazadas, figuras caóticas a las que mi mente intentaba imponer un orden ilusorio.
Era innegable mi ascenso. Lo sentía en mi íntima gravedad, en la pesadez que crecía en mi interior. Pude comprobar la existencia del desfiladero tras dos recodos más —o acaso fueron cuatro—. La vegetación se concentraba ahora en una profusión de robles y abedules, cuyas hojas lucían un marrón claro, pulcro, sobre sus ramas desnudas. El desfiladero se abría a una profundidad inexplicable, de una verticalidad sobrecogedora, como si una fuerza colosal hubiera desgarrado la roca para crear una superficie tan recta como imposible. El abismo infundía temor, en el sentido de que debería haber sentido temor. Pero esa emoción humana me era ajena.
Estaba dispuesto a comprobar si, científicamente, podíamos subsistir en cada una de nuestras partes separadas. Lo primero que hice fue soltar mi vara de avellano. Cayó con paciencia pétrea, vadeando el aire primero, luego ladeándose, finalmente en vertical. No pude discernir su destino. La profundidad era insondable.
Otro horizonte se desplegó en mis pensamientos, sin relación alguna con el anterior. Las nubes formaban un desfile de clarividencias, hermosas y erráticas. Evocaban la trascendencia, invitaban a la especulación. Intenté recordar el motivo de mi excursión, mi punto de partida, mi ubicación, la necesidad de regresar, la posibilidad de detenerme a contemplar la divinidad del infinito, o incluso la eventual espera de alguien, en algún lugar.
Todo eso lo meditaba de pie, en el más estricto equilibrio, sobre el borde de una roca con forma de grupa. No lo sé. Pudo haber sido el viento, o la impetuosa sed de conocimiento.
Me precipité al vacío cuando, quizás, se iniciaba la tarde.
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