MÓVIL.
Me llamo Cesáreo Rendueles Beliehva, tengo sesenta años recién cumplidos y un trasnochado Xiaomi . Y además, soy un puto cerdo.
Desde hace dos años, mi obsesión son las prendas íntimas de las mujeres. Aunque me atrae su desnudez, no es la desnudez total lo que me mueve, sino el vestigio, el pliegue, el secreto aún velado. La desnudez absoluta está exenta de rito, y el rito es esencial en mis ceremonias. Necesito el perfume encerrado, el calor contenido, la marca húmeda de una tarde de verano, la textura del roce, la sugestión de la ausencia, y el secreto.
Adoro los sujetadores, sobre todo si son de algodón o de raso con algún encaje casi invisible. También me vuelven loco las fajas, aunque están en desuso. Me gusta su rigidez, el esfuerzo que exige quitarlas. En cuanto a las bragas, las prefiero de algodón, sin adornos, aunque también me gustan las de encaje si han sido usadas.
Me excita encontrarme una compresa pegada, doblada como un origami sangrante. Me derrito si, por error o negligencia, han dejado un hilo de sangre reseco sobre el salvaslip.
Mi afición me ha costado ya tres advertencias. Me tienen fichado en varios supermercados y centros comerciales. En el Zara de Plaza de Castilla me detuvieron hace cuatro meses. Fue por tomar una foto con el móvil a una señora que se agachaba en la sección de ropa de cama. No vi la cámara de seguridad. La imagen que capturé fue gloriosa: se le marcaba la hendidura de las nalgas bajo la tela tensa de unas mallas oscuras. La "poli" me llevó al cuartelillo y me requisó el teléfono. Me soltaron a las 42 horas lleno de cargos. tras comprobar las fotos, y quedarse con mi móvil, pero lo que no saben es que no borraron el recuerdo de aquella imagen extraordinaria imagen.
Hoy tengo pensado recorrer las escaleras mecánicas del IKEA, del Pryca y del Corte Inglés. Compré mi Xiaomi hace año y medio, discreto, de manejo suave. Nada que ver con mi anterior DosMilSetecientosTreinta, que hacía un clic estridente al disparar, como cuando recoges la punta de un bolígrafo. Este apenas suena. Te aproximas sin ser notado, lo deslizas a la altura de sus glúteos, finges un bostezo, y presionas. Es de una suavidad casi erótica en su manipulación, y captura imágenes con una nitidez extraordinaria.
He aprendido a detectar los momentos precisos. Las que se agachan buscando una oferta, las que ajustan el tobillo, las que se inclinan a recoger al niño. Me coloco a la distancia justa, aguardo la inclinación, y disparo. Es un arte. Un arte vil, lo sé. Pero en ese instante, todo cobra sentido: el tiempo, la espera, la memoria.
He llegado a masturbarme viendo anuncios de compresas, de fajas moldeadoras, incluso de medias. No por las modelos, sino por el susurro que deja el roce de la tela en mi mente.
Mi archivo ya suma más de mil imágenes. Algunas borrosas, otras sublimes. Las guardo por fechas, por lugares, por tipo de prenda. Es mi tesoro enfermo. Mi catedral de podredumbre. He soñado incluso con abrir un blog secreto, con nombres falsos y descripciones poéticas: “La braga celeste de la tarde húmeda”, “Faja blanca en rebajas”, “Sujetador olvidado en el probador”.
Sé que esto acabará mal. Lo presiento en la espalda, como un frío que se arrastra. No me importa. Quiero seguir. Quiero hundirme en este pozo. Quiero disolverme en la saliva ácida del deseo.
Soy Cesáreo. Y cada foto que tomo es una confesión sin redención posible.
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