MOSCAS.
La manilla era de bronce, resobada por el tiempo. La mano queda con ese poso de un rastro metálico. Abro la puerta y, con una lentitud ritual, me siento en el borde de siempre. La cama gime bajo el peso de mi cuerpo. Me dejo caer poco a poco hasta encontrar la almohada. La perfección puede ser una postura de reposo, la única certeza incuestionable. Lo absoluto se traza en la huella del cuerpo sobre el lecho, en la sensación de casi ingravidez, como si la responsabilidad de existir se disipara en el aire.
Abro los ojos y el techo se extiende en su plenitud indiferente. Tres hendiduras en zigzag se abren paso con su desenlace trágico en la esquina. La luz es ajena, filtrada por la ventana entreabierta. Percibo el leve indicio de un rastro azulado.
Todo lo que me rodea es desorden. Restos de otros habitantes resuenan en la disposición errática de los objetos: una fotografía de un mar distante, un cuadro inclinado de un barco apenas visible en su horizonte imaginario, flotando sobre un océano lleno de gris. Anaqueles rebosantes de loza blanca, platos recostados sobre anaqueles decorados con guirnaldas de flores marchitas.
Ayer también fue aquí.
Llegué de la misma forma, repitiendo los mismos trámites. Solo las cortinas empujadas marcan la diferencia. Abrir la puerta. Cerrar la puerta. Atravesar el pasillo. ¿Con qué pensamientos ayer? ¿Con qué pensamientos hoy? Y el sublime milagro de la casi ingravidez, mis ojos escrutando el vacío hasta rendirse al sueño.
De esta forma siempre esperaba a Lidia.
Persisten en mí un sudor frío y el rumor de un orfeón de moscas. Dudo, me pregunto si este es el lugar correcto. Siento el batir de alas en mi pecho, las patas inquietas que se acicalan y se recrean en mi sabor. En el cristal, un moscón se obstina en hundirse en el infinito a cabezazos sobre el cristal.
Los sonidos son esos, en el mismo orden, nunca en otro. No debo hablar de ellos, de su origen, de su significado. No debo cuestionar si afectan mi estado de ánimo.
Luego ocurre que en la habitación están los sueños, y ese asqueroso color blanco que predice la muerte.
Si hubieras venido, hablaríamos de un tiempo perdido. De instantes felices en los que cerrabas los ojos y te descubrías sonriendo y riendo, una y otra vez. De la lluvia, casi un juego. Del mar valeroso. De aves extraviadas entre las hojas mustias.
Cuando llegó la estación cálida, los insectos ya estaban prevenidos. Fueron días de espera, deambulando por el pasillo, repitiendo la ceremonia del lecho. Desde cualquier rincón podían observar cómo mi cuerpo se inclinaba en dos movimientos simétricos, hasta quedar en posición supina, las manos cruzadas sobre el pecho. Un orden vital en decrecimiento. La piel lívida, la rigidez sellada en mi carne, mis ojos apagados, mis extremidades frías, mi ano cerrado como una flor muerta. Y aquella inmovilidad definitiva.
¿En qué momento resucitan las larvas dentro de lo inerme? ¿En qué recoveco de los intestinos despierta la voracidad diminuta?
Mi abdomen, ya verdoso, anunció su declive con un último estruendo: el gran pedo final, a las veinte horas y ocho minutos. En qué instante murieron los espermatozoides atrapados en mis testículos. En qué momento brotaron las primeras crisálidas sobre mi carne en descomposición. Y cuándo, finalmente, llegaron las lucilias para consumar la danza inevitable.
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