PEPINO PENERASTA.
(1)
El párroco nos decía, hijos míos,
el placer está en vuestro cuerpo. Abusad de él, pero confesadlo bien, que la culpa entra con vaselina.
Luego nos daba tres padrenuestros y una mirada que no sabías si era de perdón de advertencia, o de deseo.
Yo no distingo si lo que llevo en el alma es pecado original o de esos que vienen en bote con tapa de rosca.
Ahora bien:
Si te metes un pepino por el culo, lo contagias. Eso lo decía mi señora.
Mi señora, la Paquita. Mujer de carnes rotundas y ojos como aceitunas negras en salmuera.
Con ella descubrí la botánica doméstica.
Elegíamos el de exportación, el mejor de los invernaderos,
los de piel tensa como espalda de legionario.
Los de exportación.
Con etiqueta.
Y aceites superfinos para el acabado final,
aceite de almendra, de sésamo, de virgen extra y hasta de coche, si la noche se ponía ardiente.
Después de la cena, cuando el telediario terminaba con una noticia de Marruecos o de Alemania o los EEUU, o de Judios,
yo le enseñaba a Paquita aquel pepino manoseado por cuatro moros indignados de Tetuán,
decía que tenía historia, que sabía idiomas.
Ella se abría como saltamontes viejo,
con chirrido de cama de latón.
Y entonces yo,
como un doctor rural,
le decía:
—¿Lo sientes, mi cielo?
Este lo trajo Abdel,
el del puesto nueve del mercadillo,
el que me guiña sin dientes.
Es de los que no se ablandan con el tiempo.
Le daba vueltas dentro como quien revuelve el futuro en una taza de café turco.
Ella decía que le vibraban los ovarios como campanillas.
Que era como si se le hiciera el vacío allá dentro,
y el aire que salía —¡ay, el aire!—
era un soplido bíblico,
un pedo vaginal con sentido de la trascendencia.
Una vez, te juro por la salud del cura,
le saqué dos niños.
Los llamamos Pepino y Pepina.
Juguetes de látex con ojos pintados a rotulador.
Se los dimos a los sobrinos.
No preguntaron.
Los niños no preguntan cuando hay navidad y chocolate.
Los pepinos no se tiraban.
Para nada.
Los secábamos al sol,
los peinábamos con albahaca
y los mandábamos a Alemania.
Las alemanas son muy guarras.
Pero limpias.
Conservan lo que aquí se pierde por pudor.
Cuando me tocaba a mí,
yo boca abajo,
ella con el moño flojo,
y el pepino entrando como quien mete un testamento en una urna.
Despacio.
Muy despacio.
Yo soy hombre de almorranas o hemorroides sensibles.
Un justo pectíneo, me decía el proctólogo.
Y ella se reía,
porque al soltar el pepino,
salía disparado como corcho de cava.
Rebotaba en la pared y a veces aterrizaba en la pecera.
Las noches después de la medianoche
no tienen mañana ni tarde.
Son línea recta,
una autopista del deseo sin peaje.
Nos entreteníamos con juegos.
A veces la ruleta rusa del pepino.
O el escondite inglés con los ojos vendados y las piernas abiertas.
Ella era campeona.
No pienses mal,
el pepino seguía su curso.
Alemania esperaba.
Y nosotros,
solo éramos el filtro,
la frontera viva entre la hortaliza y el pecado.
(2)
Cámara zenital. .
Plano fijo. Silencio de gotera.
La sábana es blanca como promesa no cumplida.
Y el cuerpo está ahí:
extendido, rendido, sacrificado como un lechón en procesión profana.
Desde arriba, todo parece ordenado.
Una geometría de la entrega.
Dos cuerpos que no se tocan todavía,
pero que dialogan con el pepino en el centro,
como si fuera un bastón de mando,
un cetro vegetal,
un micro de karaoke abandonado por Camilo Sesto.
El pepino, reluciente,
con ese verde de culebra recién enjabonada,
gira en las manos como un instrumento de precisión.
Manos sabias, curtidas por la costumbre y el jabón Lagarto.
Paquita lo examina,
como quien pasa revista al sargento más firme del invernadero.
La cámara no se mueve.
Solo el mundo gira bajo ella.
Y el pepino, oh el pepino penerasta,
entra en escena como un intruso consentido.
No fuerza.
Sugiere.
Se posa.
Se roza.
Se hunde en la liturgia.
Él gime,
pero no de dolor.
Gime como quien se acuerda de su madre mientras le hacen una transfusión de miel.
Ella ríe,
una risa cavernosa, tribal,
con los pechos como campanas de misa tocando a vísperas.
En ese plano fijo todo es ceremonia.
Las arrugas del colchón parecen los surcos de la tierra arada.
La cama se convierte en campo de batalla y altar al mismo tiempo.
No hay corte.
No hay música.
Solo el zumbido lejano del frigorífico
y el silencio que se hace cuando el placer ya no pregunta.
El pepino penerasta hace su trabajo.
Es testigo.
Es víctima.
Es verdugo.
Y después…
la cámara sigue fija,
pero todo lo demás se ha transformado.
La noche no termina.
Solo cambia de forma.
(3)
"Sermón del Pepino Mayor"
(Oda tremendista para vírgenes comunionadas y poetas sin pudor)
Bajó del púlpito
con el pepino en la mano.
No era símbolo,
era herramienta de salvación.
—Hijos míos— dijo el cura,
—lo que entra por el culo y sale por la boca
no es pecado,
es cadena alimentaria divina.
Las niñas en su primer encaje
cerraban los ojos.
Pero sus labios...
ay, sus labios repetían en secreto
la oración del pepino bendito.
Paquita lo ungió con aceite de sarmiento,
lo giró tres veces
y lo ofreció al altar del deseo.
El pueblo entero se persignó.
Incluso la virgen de la ermita
sudó una gota de miel por la entrepierna.
Y así supimos que el gozo
es hortaliza.
Y que el alma,
cuando gime,
sabe a tierra fértil y exportación.
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