SAUCE.
El amplio tronco del sauce ofrecía un mullido sostén a mis brazos cruzados, mientras mi rostro se ocultaba en su hueco lleno oscuridad. Teo fue el último en desvanecerse, lo vi por el rabillo del ojo, su figura renqueante y sus viejos botines de fútbol arrastrando el polvo de la calle. Solo el fuerte olor a goma caliente, procedente de un coche recién estacionado a unos metros, alcanzaba la percepción real de mi cara oculta. Percibí carreras furtivas, murmullos apagados que pronto se diluyeron en un silencio casi absoluto. Al alcanzar mentalmente la cuenta de cuarenta, abrí los ojos, restregándolos con el dorso de la mano. No había nadie. La claridad del sol, ahora más intensa, me deslumbró por un instante. Giré sobre mis talones un par de veces y me alejé unos pasos. Todo, desde mi nueva perspectiva, se antojaba ajeno: las casas encaladas, el pequeño parque, y especialmente la encrucijada de la plaza. Lo único familiar era la silueta inclinada y venerable del sauce. Pero no había crucero; en su lugar, una estatua alada, desconocida cubierta de palomas, se erguía desafiante. Una extraña confusión y duda me asaltó. No era el mismo lugar. Las voces que antes resonaban se habían esfumado, y los rostros que ahora me rodeaban eran irreconocibles, velados por la indiferencia. Mi inquietud se intensificó al ver a un hombre correr hacia mí. Su camisa blanca inmaculada y sus zapatos relucientes destacaban en la escena. Un escalofrío de miedo recorrió mi espalda. Instintivamente, me aparté aún más, buscando refugio tras el viejo árbol. Él se detuvo frente al sauce, manteniendo su mirada fija en mí mientras se acercaba. Luego su mano enorme se posó sobre la corteza rugosa del sauce, al mismo tiempo que soltaba una carcajada estridente y prolongada que resonó en un extraño eco sobre el aire enrarecido de la tarde.
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