SAMANTA.
En la mañanas de abril se quedaba quieta apoyada en la ventana. La suave y fresca brisa daba en su cara. Tenía aquella sensación extraña de que en aquellos momentos le parecía que sufría menos.
Samanta siempre se lamentaba de su nerviosismo omnipresente. Era la figura al fondo, absorta, inmovil, ante la ventana como la muchacha de Dalí, aunque su silueta, de caderas amplias y redondez menos sugerente, distaba de la sensualidad que evocaba la pintura. El cabello negro. De sudoración fácil, sus palpitaciones se adivinaban a un ritmo inusitado cuando inclinaba la cabeza, ávida de inhalar todo aquel aire que el mundo parecía haberle destinado en exclusiva para aliviar su maltrecho ánimo.
"Siempre siento un nudo aquí", me decía, señalando su pecho. "Yo nunca sentí eso de las mariposas en el estómago".
Percibía, con una certeza inquietante, las infidelidades de su marido. Eran de esas cosas que se intuyen: él, con pantalones caídos y desaliñados, barba espesa y una boca de comisuras pronunciadas, insinuaba un desorden íntimo, un putero, presumía yo, con una mirada bovina y ligeramente acuosa. Apenas la tocaba, apenas le dirigía la palabra, mientras ella bebía el aire con desesperación, inundada, a veces, por sentimientos de inferioridad.
Le frustraba la condescendencia de quienes alababan su excelente salud física, pues, según sus palabras, "su alma no funcionaba". Carecía de la energía para celebrar un día de sol radiante saliendo a comprar fideos, alguna hortaliza, carne o garbanzos, según dictara la jornada, para luego ascender la escalera en penumbra cargada con sus provisiones y permanecer en en aquella “jaula”, percibiendo los de los olores de la cocina y la fuerte claridad que que entraba, por designio de la divinidad, más filtrada por el patio de luces, por esa ley tácita que regía su existencia, qué según su madre había elegido. Siempre su manida frase: “ya te lo decía yo”.
El recuerdo imborrable era el de su madre, con su disciplina férrea y su método de alimentación forzada, o el de su padre, que con un afecto áspero le espetaba: "¡Por tu puta madre que te lo comes!". Y aquel rito intempestivo de tener que extraer melodías del violín, impuesto por la ley del conocimiento entendido a la manera del teorema de Pávlov.
Invisible. La observo en la exigua profundidad del pasillo , divisando sus pantorrillas. Al pasar a su lado, la contemplo de espaldas, acercándome despacio. Ella permanece impávida. La rozo con suavidad, y ante su inmutabilidad, me aferro a su espalda ancha, buscando su calor. Aspiro el aire que ella inhala y contemplo el trazo recto de una golondrina precoz, llegada en abril para ascender a gran altura y observarnos desde allí antes de descender en picado, vertiginosa, en un frenético zigzag, hasta desaparecer de nuestros ojos.
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