ELLO.

 


Llevo casi un año arrastrando una ansiedad que ha comenzado a moldear cada rincón de mi vida. Antes de que esta corriente oscura me arrastrara, solía contener con esmero mis impulsos más primarios, domándolos con una delicadeza que ahora se me ha vuelto extraña. He perdido el arte de amar con orden, con proporción. A veces, incluso, tengo la espantosa sensación de estar castrado en lo simbólico, como si una tijera invisible hubiese cercenado en mí la potencia de lo erótico, lo vital.

En eso que llamo —con cierto pudor— mi conciencia, irrumpen, como un oleaje furioso, pulsiones irrefrenables. Algunas me provocan una forma de espanto que me vuelve extraño ante mi propio reflejo. Me asusto de mí, como si dentro llevara un animal que tiembla y gruñe, que no reconoce límites ni lenguaje.

Me hablaron, en cierta ocasión, de un posible trauma vinculado a mi nacimiento. Una estancia prolongada en el vientre materno, como si ya entonces me negara a salir, a separarme de aquel mundo de tibia dulzura. Esa imagen se repite como un sueño viscoso: los estímulos del mundo llegando a mí como una inundación, como si todos los ruidos, luces y presencias hubieran irrumpido de golpe sobre un sistema nervioso aún por trazar. Mi cuerpo, sometido a un bombardeo precoz, aprendió demasiado pronto a reprimir, a contener respuestas que hubieran sido excesivas para un ser apenas naciente.

—¿Estoy perdiendo la razón?
—¿Mi madre me transmitió, sin quererlo, sus propias ansiedades?

Cuando ella desaprobaba mis actos, algo en mí se rasgaba. Una desazón indescriptible, como un cataclismo interno, me recorría entero. Y a veces, de inmediato, brotaban de mi piel erupciones violentas: eccemas erráticos, como si el cuerpo supiera hablar el idioma del castigo antes que yo pudiera ponerle nombre.

Quizá todo esto esté ligado a mi frágil tránsito por la infancia, esa etapa en la que mi dependencia era total, ciega, biológica. Recuerdo —o tal vez invento— ese miedo atroz a quedarme sin mis anclajes, como un náufrago expulsado al mar sin salvavidas. Temía perder el amor de mi madre más que a la propia muerte.

—¿Nací solo con miedo y con rabia?
—¿Fue ella, sin saberlo, una madre sobreprotectora hasta la asfixia?

De todos estos pensamientos, solo uno se impone con claridad brutal: mi extrema vulnerabilidad al estrés. Me fabrico con urgencia teorías que me reconcilien conmigo mismo, pero no logran protegerme. No bastan. Y entonces sobreviene la agitación, ese temblor de fondo que aparece en los momentos más imprevistos, arrasando todo lo que creía haber ordenado.

De niño fui desaprobado tantas veces que perdí la cuenta. Castigado con la misma regularidad. Mis padres depositaron en mí expectativas tan elevadas que sus sombras siguen hoy vigilando cada paso que doy. Pienso —con amarga lucidez— que mi conciencia represiva, excesivamente escrupulosa, no es solo mía. La he heredado. Es un legado silencioso, como una maldición suave, que se arrastra por generaciones.

Comentarios

Carmen ha dicho que…
¿Y acaso la explicación te va a dar la solución? Si no es así, no merece la pena...
Idus_druida ha dicho que…
Lo aclara un poco, Carmen. Un abrazo.
Carmen ha dicho que…
¿Quieres que te diga a qué me suena?
Autismo.
Mi hijo tiene autismo, es algo que trato de cerca desde hace trece años. La percepción exacerbada, la hipereactividad, los bloqueos, la intolerancia al estrés, incluso la conducta histriónica y la desaprobación familiar.
Una larga retahíla de compañeros de viaje que no pasan desapercibidos.
Él también nació por parto inducido, no quería salir.
Hasta en ocasiones, yo como madre también me gané una etiqueta de sobreprotectora. 🤷🏻‍♀️
Idus_druida ha dicho que…
Bueno, Carmen. Por tus comentarios en los post que cuelgas, me suponía algo así. Tu verdad y experiencia es tan íntima, que solo se alcanza cuando la experiencia se ha vivido desde dentro, desde la piel, los nervios y el alma. Lo que compartes resuena profundamente: la sensibilidad extrema, los bloqueos, el juicio externo… todo eso que acompaña a muchas familias que conviven con el autismo, como la tuya desde hace trece años.
El relato, efectivamente tiene algo de lo que describes, aunque lo hice como experiencia general, por otras dolencias psicológicas, que supongo, tienen algunos nexos comunes. Te mando un abrazo grande.

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