EL SAUCE Y EL SUEÑO.
Las ramas se agitaban con la brisa nocturna y, sin embargo, los pájaros seguían allí, suspendidos como por un milagro.
La noche tenía un color como de café con leche derramado sobre montañas que aún respiraban un verde que venía del mar, ya convertido en sombra. Una franja clara, marrón tenue, se asomaba por el horizonte poniente: era lo que quedaba de la claridad. Todo era suave, difuminado, como si alguien lo hubiera pintado con el dedo.
El olmo cercano tenía ramas que parecían una mano abierta a la que le faltaba un dedo. Crecía bajo, denso, llorando hojas hacia el suelo. Muy tupido. Muy secreto.
Yo vestía un peto con tirantes, pantalones cortos y unas sandalias flojas. Se me salían con facilidad: al subir, al correr, al saltar… incluso al andar con descuido.
Ascendí por una de las ramas más dolientes, donde el sauce lloraba más profundamente. Cientos de hojas me cubrían la cara.
—Paulatinamente —pensé.
Quiero decir que todo ocurrió tal como lo había imaginado.
Si uno se queda quieto en la espesura de un sauce llorón, y corre apenas una brisa leve, el sonido que llega es como de hierba seca movida por la memoria. Todo en ese sitio es normal, profundamente normal: lo pequeño, lo grandioso, lo que parece no existir y sin embargo existe.
—Y esperas.
Y de pronto, llegan. Gorriones, y otros pájaros que no sé nombrar, arriban con sigilo. Al principio juegan, dan vueltas en el aire. Algunos se marchan, otros regresan sin que yo sepa por qué. Se sacuden, se alisan las plumas, giran la cabecita como si algo importante les faltara.
—Plenamente.
Un gorrión solitario llegó de viaje. No sé desde dónde.
Y entonces llegó la mañana.
Me encontraron agachado sobre mí mismo. Me despertó el ruido de una escalera apoyándose en la rama gruesa. Dos hombres —extraños, silenciosos— subieron. Sentí sus manos calientes en mis pies desnudos, intentando deshacer el nudo que mis dedos habían hecho alrededor de la madera. Yo seguía en cuclillas, con la cabeza hundida en el pecho y las manos escondidas a la espalda.
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