EL SAUCE Y EL SUEÑO.

 



Me subí a un sauce blanco.
No dejaba de preguntarme por qué los pájaros no se caen al suelo cuando duermen.
—Mira —me dije.

Las ramas se agitaban con la brisa nocturna y, sin embargo, los pájaros seguían allí, suspendidos como por un milagro.

La noche tenía un color como de café con leche derramado sobre montañas que aún respiraban un verde que venía del mar, ya convertido en sombra. Una franja clara, marrón tenue, se asomaba por el horizonte poniente: era lo que quedaba de la claridad. Todo era suave, difuminado, como si alguien lo hubiera pintado con el dedo.

El olmo cercano tenía ramas que parecían una mano abierta a la que le faltaba un dedo. Crecía bajo, denso, llorando hojas hacia el suelo. Muy tupido. Muy secreto.

Yo vestía un peto con tirantes, pantalones cortos y unas sandalias flojas. Se me salían con facilidad: al subir, al correr, al saltar… incluso al andar con descuido.

Ascendí por una de las ramas más dolientes, donde el sauce lloraba más profundamente. Cientos de hojas me cubrían la cara.

—Paulatinamente —pensé.

Quiero decir que todo ocurrió tal como lo había imaginado.

Si uno se queda quieto en la espesura de un sauce llorón, y corre apenas una brisa leve, el sonido que llega es como de hierba seca movida por la memoria. Todo en ese sitio es normal, profundamente normal: lo pequeño, lo grandioso, lo que parece no existir y sin embargo existe.

—Y esperas.

Y de pronto, llegan. Gorriones, y otros pájaros que no sé nombrar, arriban con sigilo. Al principio juegan, dan vueltas en el aire. Algunos se marchan, otros regresan sin que yo sepa por qué. Se sacuden, se alisan las plumas, giran la cabecita como si algo importante les faltara.

—Plenamente.

Ya era noche, por completo.
Serían las once.

Un gorrión solitario llegó de viaje. No sé desde dónde.

Media hora antes, mis padres y mis hermanitas habían pasado bajo el árbol llamándome:
—¡Paquito! ¡Francisquito! ¡Nenito!
Vi las coletas de mis hermanas danzando, el sombrero de mi padre, la blusa blanca de mi madre con su encaje en las mangas. Me quedé aún más inmóvil. Todas las hojas del sauce parecían llorar sobre mí, cubriéndome, ocultándome. Casi no era.

El gorrión se posó a un metro de mí, sobre una ramita delgada como un hilo.
Aparté unas hojas para mirarlo. Al principio estaba erguido, alerta. Luego, poco a poco, comenzó a recogerse sobre sí mismo, escondiendo la cabeza entre el plumón, los ojitos cerrados, los deditos apretados en la ramita.

Mis padres no volvieron.
La noche ya estaba completa.
Por entre los huecos del follaje, unas pocas estrellas temblaban.

Y entonces llegó la mañana.

Me encontraron agachado sobre mí mismo. Me despertó el ruido de una escalera apoyándose en la rama gruesa. Dos hombres —extraños, silenciosos— subieron. Sentí sus manos calientes en mis pies desnudos, intentando deshacer el nudo que mis dedos habían hecho alrededor de la madera. Yo seguía en cuclillas, con la cabeza hundida en el pecho y las manos escondidas a la espalda.

Por la noche no se ve.
No sé si lo soñé.


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