HAPPY MEALS.

 


Hoy era el día.

En el día de hoy, es el día, hoy era el día, en el que Superman no sabe por qué vuela el muy cabrón.

Un día sin mucho norte, sin sentido, sin siquiera un sol que se atreviera a brillar. El aire pesaba como plomo. Y Superman, ese hijo de Satanás, seguía volando sin ningún destino. ¿Por qué? Esa era la pregunta que me taladraba el cráneo. ¿Qué absurda necesidad de trascender cuando todo está a punto de desvanecerse? Su estúpida capa roja ondeaba en un cielo que ya no merecía ni una sola pincelada de color para poéticamente estremecerse.

Nos habíamos metido cuatro Happy Meals entre pecho y espalda, porque se acababa el mundo. Era ya oficial, un cataclismo anunciado a bombo y platillo para las ocho de la tarde.

Queríamos adelantarnos, suicidarnos con el sabor sintético de la felicidad juvenil. Ella, con su boca manchada, me pasaba juguitos de kétchup y restos de patatas fritas, como si fueran sacramentos de un ritual pagano. Y yo, descalzo, le frotaba mi pie contra sus bragas, en un movimiento cadencioso, una coreografía de la desesperación: braga arriba, braga abajo, braga a los lados, derecha e izquierda.

Fuimos al fondo del McDonalds donde el parque de los niños. Sus madres fumaban desesperadas en una mesa alargada repleta de madres. Seis mocosos, pura carne de cañón. Hijos descalzos de su puta madre, hijos de todos los hijos, porque así venimos, fruto de un absurdo ciclo de mierda. Hijos de su puto padre, hijos hirientes, hijos del vacío amor, hijos de Satanás, hijos bendecidos, hijos ya vencidos.

Ella se bajó las bragas sobre un tobogán. La decadencia era un acto estético, una forma de rebelión ante el vacío inminente. Tuve que chuparle mostaza, que había abandonado intencionadamente en el mismo pirulí del clítoris. Los niños nos miraban, esos pequeños jueces sin juicio, como si fuera una tarta de cumpleaños, un resto de color mostaza en forma de nata montada. Y de la nada, como si la realidad se estuvieran burlando de nosotros, un coro de eunucos entonaba un "Happy verdy". Ella, así tumbada, era la estatua de la última y más patética de las civilizaciones.

Mi polla, por un casual, se puso como una piedra de cuarzo. Hermosa. Y los niños seguían mirando.

Tenía que ser rápido, el mundo se acababa. Nos arrastramos, buscando un rincón un poco más escondido, y empecé a follarla. No fue amor, ni lujuria. Fue un acto mecánico, un último intento de dejar una huella en la nada. Fueron cuatro contoneos de mierda, una octava parte de un twist. Un baile sin música, un coito sin sentido. Pero se la puse donde las trompas de Falopio. Y mi semen, en un acto que se burlaba de la lógica, fertilizó una campiña repleta de tulipanes rojos.

Y me quedé allí, cogido a unas manillas del tobogán, bailando aún, un twist casi sin sentido, mientras el mundo se acababa.

"¿Lo has visto?", le pregunté, mientras la tierra temblaba. "Godzilla ha llegado retrasado a su cita con el apocalipsis. Nueve de la noche, ni un minuto más ni un minuto menos, de las nueve de la noche".

Godzilla. El final era tan banal como un monstruo de película. Un visto y no visto. Ya habíamos digerido los Happy Meals, y habíamos follado. La vida, en su esencia más absurda, estaba completa. A Godzilla que le den mucho por el culo, si al final, uno muere acompañado, incluso te vale un cura.




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