RESEÑA:Gilberto Noriega Vargas y los pistachos.

 


Aquella mañana del 10 de septiembre de 2003, el frío en el Condado de Fremont, Colorado, era un cuchillo afilado por las altas cumbres de las Montañas Rocosas. De allí descendía  una brisa implacable y helada que barría el largo y profundo valle, donde se alzaba, como un mausoleo moderno, la prisión federal ADX de Florence. La leyenda urbana —y la oficial— aseguraba que de allí nadie se había fugado jamás; no porque fuera imposible, sino porque quien vislumbraba su interior comprendía que la fuga física era un espejismo vano ante la jaula mental que imponía.

Antón, «el Peixelo», esperaba dentro de un taxi con el motor al ralentí, empañando los vidrios con su aliento nervioso. Aguardaba a su hermano, Gilberto, a la hora convenida de su excarcelación: las once en punto de la mañana, frente a la puerta principal acristalada y la fachada de ladrillo marrón que parecía absorber toda la luz del mundo.

A las once y treinta y ocho de aquel miércoles, la puerta se abrió para escupir a un espectro. Los dos hermanos se abrazaron. Gilberto, un enfermo terminal de cáncer de garganta, era una presencia pálida y quebradiza. Su rostro, enjuto y huesudo, enmarcado por una barba de varios días, era un mapa de la decadencia, un anuncio tangible de la misma muerte que ahora, irónicamente, le concedía la libertad.


Gilberto Noriega Vargas, natural de los verdes valles de Berselos, se levantaba cada amanecer de aquellos días remotos de mayo con el aroma embriagador de los racimos de flores de pistacho que alfombraban hectáreas interminables en Penouta. Fumigador de día con una vieja y cansada Cessna 185, soñador de noche, había abrazado por casualidad de lo que te cae en las manos  la filosofía de Epicuro como un credo personal: la vida era un delicado equilibrio entre la rutina necesaria y el riesgo elegido; la felicidad, el arte de disfrutar de los placeres sin dejarse esclavizar por el miedo a perderlos.

Todo se quebró el día que conoció en un bar de carretera de Castrodelo a Frusida Prieto Artola. Colombiana de Envigado, en las afueras de Medellín, su presencia no era simplemente física; era como una fuerza "atmosférica" que encendía su corazón y agitaba las aguas quietas de su mente. Cada gesto suyo, cada mirada cargada de una inteligencia feroz, era un juego calculado de deseo y prudencia. Ella le enseñó que el éxtasis más profundo no reside en la mera consumación, sino en el territorio eléctrico de la atracción, la complicidad y la tensión compartida.

Para Frusida, Gilberto era un «coñero» nato, poseído por una compulsión de búsqueda casi “arqueológica”. Su ritual era inquebrantable: antes de despejar el camino con rondas de besos, antes de desabrochar un solo botón o deslizar la braga, ya estaba allí, postrado de rodillas, un devoto ante el altar, ansioso de abrir aquel “melocotón”. Hundía el rostro con una urgencia animal, olfateando, mordisqueando la tela que ocultaba el misterio… conocido, como un sabueso en busca de una trufa exquisita. Ansioso y precipitado, descubría ese «pitito» —como ella lo nombraba con una mezcla de burla y éxtasis— y se entregaba a un ministerio de lengua. Nunca acababa penetrándola. Le acariciaba con la punta en redoble, vueltas y más vueltas, sobeos precisos que parecían descifrar el mismo lenguaje secreto de sus terminaciones nerviosas, dándole vueltas con la lengua. Sabía exactamente cuándo el pequeño “botoncito”, aquel diminuto pene se agitaba en un espasmo imparable, y Frusida, sin poder contenerse ante aquel compulsivo bolero oral, se corría apretándose con fuerza contra su boca, y se meaba simultáneamente sobre su cara, en un acto de posesión y abandono total que los unía más allá de cualquier palabra.

Fue a través de ella y de su contacto, Penxamo Ortigueiras, un narco gallego de mirada gélida, que Gilberto conoció a Cipriano Escobas Buero, de la Atalaya de Chiquinquirá. Así, casi sin transición, pasó de fumigar pistachos a «piloteando» vuelos clandestinos en una moderna Cessna Skyhawk hacia las costas de Florida. La carga ya no era pesticida, sino fardos de cocaína de alta pureza y pastillas de fentanilo que prometían paraísos artificiales y entregaban infiernos personales. Cada vuelo era un desafío existencial: evadir radares, navegar en la oscuridad absoluta sobre el mar negro, aterrizar en pistas de tierra apenas visibles. Cada minuto estaba impregnado de un peligro que aguzaba los sentidos hasta lo insoportable, y cada instante de éxito era un placer consciente, puro, que elevaba su espíritu hasta lo más alto de la bóveda celeste.

El motor de la avioneta rugía como un animal contenido.Siempre en la oscuridad. La noche era una mancha de tinta, solo rota por el tenue brillo espumoso de las olas, o la luz lejana de algún barco, sintiendo la vibración constante de la cabina.

De pronto, las luces del radar se encendían con la firma inconfundible de un helicóptero de la DEA aproximándose a toda velocidad. Gilberto ajustaba altitud y rumbo con manos frías pero firmes, descendiendo hasta casi rozar las crestas de las olas, sintiendo la salpicadura del mar contra el fuselaje.

Recordaba a Epicuro en el clímax del peligro: el placer verdadero está en la prudencia y en disfrutar del momento consciente. Su corazón latía con una fuerza brutal, mezclando la adrenalina del riesgo con el recuerdo embriagador del sabor de Frusida. Cada maniobra era un baile sublime entre la vida y la muerte, el peligro y el deseo. Finalmente, las luces tenues de la granja en Florida aparecán entre la bruma. Aterrizaba con una precisión de cirujano, y al detener los motores, exhalaba aquel vacío lleno de una extraña paz. Comprendía entonces que el placer supremo no era la fortuna que ganaría, sino el acto mismo de haber sobrevivido, de haber ejecutado el vuelo a la perfección.

Vivió así, en un torbellino. Ni él mismo supo la cantidad de coños que comió, que sobo, que chupó. Su compulsión por catar sabores diferentes era una biblioteca de sensaciones: algunos tenían un regusto a lamprea marina, salobre y fuerte; otros, los menos nobles que él imaginaba con notas de cereza, frambuesa o mora, con efluvios de vainilla, canela e incluso cuero. La realidad, lo sabía en sus momentos de lucidez, era que su paladar, atrofiado por la obsesión,  navegaba entre ocles, podredumbres y aciagas alcantarillas de detritus corporales. Aquel síndrome del coninlinguis, como lo llamaba en secreto, lo estaba destrozando. Y, en un salto mental que surgía de sus lecturas entre rejas, veía en su propia degradación un microcosmos de la americana: la filosofía de Epicuro, mal entendida, pervertida. Los Estados Unidos, esa potencia formidable en armas y tecnología, no caerían por una guerra externa, sino por una implosión silenciosa. Su decadencia surgiría de la búsqueda descontrolada del placer químico, de la farmacopea del olvido: opioides, fentanilo, heroína, cocaína y pastillas que prometían bienestar instantáneo pero aniquilaban la capacidad de razonar, de sufrir con dignidad y de vivir con moderación. Epicuro enseñaba que el placer debía buscarse con prudencia. Su ausencia, su caricatura grotesca en forma de adicción masiva, erosionaría lentamente los cimientos de la civilización más poderosa del mundo. Un colapso no por bombas, sino por éxtasis vacíos y autocontrol colectivo perdido.

Fue aquella aciaga noche sobre Florida tan densa, con extraños claros de luna, con la bruma del mar abrazando la lejana pista improvisada. Gilberto sentía el rugido del motor como un latido propio, la adrenalina recorriendo su cuerpo. Cada vuelo lo había entrenado para el riesgo, cada maniobra lo había hecho preciso y frío ante el peligro. Pero aquella noche, el destino se presentaba con la fuerza de lo inevitable.

Un destello de luces blancas y azules apareció en el horizonte. Al principio lo confundió con reflejos de las estrellas sobre el agua, pero pronto comprendió: era un helicóptero de la DEA, escoltado por botes rápidos cortando la superficie del Golfo como tiburones.

“Piloto, detenga la nave inmediatamente. Soy el Capitán Jonson Aphear Tuar, DEA.” La voz resonó por la radio, firme, autoritaria, sin margen de duda. Gilberto ajustó altitud y rumbo, descendiendo sobre las olas en un intento de pasar desapercibido, pero cada movimiento era rastreado, cada maniobra prevista.

Sintió la tensión máxima: la adrenalina que siempre lo había impulsado ahora se mezclaba con el miedo sutil de lo inevitable. Giró el timón, aceleró, buscó cubrirse entre la neblina y el reflejo de la luna, pero los reflectores del helicóptero lo localizaron con precisión quirúrgica.

Finalmente, comprendió que no había escape. Aterrizó con cuidado, respirando hondo, el motor vibrando bajo sus manos, sintiendo cada fibra de su cuerpo temblar entre el alivio y la frustración. Los botes se acercaron, el helicóptero bajó la intensidad de sus luces y apareció el Capitán Tuar, firme, con mirada calculadora, esperando a que Gilberto descendiera de la cabina.

Gilberto salió del avión con las manos ligeramente temblorosas, consciente de que su libertad externa se había terminado, pero también de que su libertad interior, cultivada durante años de riesgo y reflexión, no podía arrebatársela nadie. La captura era física, inevitable, brutal… pero él había aprendido a encontrar serenidad en medio del caos, y esa calma le pertenecía únicamente a él.

El Capitán Tuar se acercó, esposas en mano, y con voz firme dijo:

“Gilberto Noriega Vargas, queda detenido por tráfico internacional de drogas.”

Mientras era escoltado, Gilberto lanzó una última mirada al Golfo de México, al horizonte y a las estrellas, recordando cada vuelo, cada riesgo, cada instante de placer consciente. En aquel momento supo que aunque la DEA lo había capturado, nada podía tocar la libertad que ya había cultivado en su mente.

Poco después, Gilberto se enfrentó a la justicia encarnada en la figura del juez Peter Austin Thonson. El tribunal olía a madera pulida y autoridad inquebrantable. La evidencia era aplastante, un monumento a su temeridad: registros de vuelos clandestinos, intercepciones con  toneladas de contrabando contabilizadas. El juez, con una voz que no admitía apelación, dictó la sentencia: 20 años de prisión federal.


Gilberto apoyó la frente contra el vidrio frío de la ventanilla. No sentía la liberación que había imaginado durante años. En su lugar, sentía una paz extraña, vasta y profunda. No era la paz de la libertad reconquistada, sino la de una batalla interior que, por fin, había cesado.

«Hermano», dijo Antón, rompiendo el silencio, su voz cargada de una pena que no podía ocultar. «¿Qué se siente? Después de todo este tiempo... ¿qué se siente?».

Gilberto giró lentamente la cabeza. Sus ojos, hundidos en sus órbitas, no tenían amargura. Tenían la claridad tranquila de quien ha mirado al abismo y ha encontrado, no el vacío, sino una verdad simple.

«No me devuelven la libertad, Antón», susurró, su voz un hilo de sonido áspero, como piedras rozándose. «Me devuelven el cuerpo. Nada más. Y se lo llevan pronto. La libertad... esa la perdí mucho antes de entrar allí, cuando creía que volar en la noche y acumular sensaciones era ser libre. Era el esclavo más necio: esclavo de la adrenalina, del deseo, del miedo a perderme algo.»

Hizo una pausa, juntando las manos para contener un temblor que no era solo del frío.

«Dentro...», continuó, mirando hacia atrás, como si pudiera ver a través de los muros, «aprendí que Epicuro no hablaba de correr detrás del placer. Hablaba de administrar el dolor. De elegir qué dolores valen la pena. El dolor de la abstinencia de una droga... no vale la pena. El dolor de extrañar a alguien... sí. El dolor de la rutina en una celda... no vale la pena. El dolor de esforzarse por entender un libro difícil... sí. Es una economía del alma, Antón. Aprendes a elegir tus agonías.»

El taxi tomó una curva y la prisión desapareció finalmente de la vista. Gilberto cerró los ojos, como si cerrara una puerta.

«El mayor placer no es la excitación, ni el éxtasis, ni siquiera el sabor de una mujer...», dijo, y por un segundo, el fantasma de una sonrisa tocó sus labios. «Es la ausencia de turbación. La calma del mar después de la tormenta. Eso es lo que encontré entre esos muros. Eso es lo único que me llevo. Ellos me encerraron para castigar el cuerpo, sin saber que me estaban dando la llave para liberar la mente.»

Miró a su hermano, y por primera vez, su mirada fue completamente clara.

«Ahora salgo, y me encuentro con que el mundo allá fuera es otra prisión más grande, más ruidosa, con diferentes celdas: la prisión del deseo insatisfecho, del miedo a la muerte, de la ambición. Yo ya estoy vacunado. Llevo conmigo el único bien verdadero: la convicción de que ningún placer es un mal en sí, pero ninguno vale la pena si perturba tu paz.»

Antón no supo qué responder. Solo condujo, sintiendo que el hombre a su lado, aunque moribundo, era más libre de lo que él jamás había sido.

Gilberto volvió a mirar por la ventanilla. El valle helado se extendía ante él, pero él ya no estaba allí. Estaba en los campos de pistachos de Berselos, en el aroma de las flores, en el zumbido de la vieja Cessna, en la sonrisa de Frusida. No con nostalgia, sino con la serena gratitud de quien atesora un recuerdo bello sin desear repetirlo, porque sabe que ese momento, ya perfecto en su pasado, no necesita ser manchado por la comparación con el presente. 

Tarde fue que pensó: Quien no desea nada, lo posee todo.



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