HUECO.

Hay un agujero en la dura piedra, es redondo, pudo ser una herida lenta, de un día trágico como una boca abierta hacía la ruina de la muerte, una entrada que nunca fue llamada. ¿Quién horadó la roca? ¿Fue el agua terca? ¿El tiempo ciego? ¿O el pensamiento mismo, hincándose como forma geométrica perfecta, como un clavo sin cabeza en un golpe certero. Ese vacío —oscuro, incompleto, casi un gesto más que una forma— mira sin mirar, espera sin pedir, se deja atravesar en giros exactos y el aliento es el polvo del instante. A veces creo oírlo decirme: “no soy hueco, soy duda. Soy la forma que dejó algo inesperado.” Y me acerco, con la respiración contenida como quien toca el umbral de un dios sin rostro. Y me asomo, pero no hay borde firme, ni respuesta, ni siquiera ya sombra de pregunta, que pueda explicar este vacío.