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HUECO.

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  Hay un agujero en la dura piedra, es redondo, pudo ser una herida lenta, de un día trágico como una boca abierta hacía la ruina de la muerte, una entrada que nunca fue llamada. ¿Quién horadó la roca? ¿Fue el agua terca? ¿El tiempo ciego? ¿O el pensamiento mismo, hincándose como forma geométrica perfecta, como un clavo sin cabeza en un golpe certero. Ese vacío —oscuro, incompleto, casi un gesto más que una forma— mira sin mirar, espera sin pedir, se deja atravesar en giros exactos y el aliento es el polvo del instante. A veces creo oírlo decirme: “no soy hueco, soy duda. Soy la forma que dejó algo inesperado.” Y me acerco, con la respiración contenida como quien toca el umbral de un dios sin rostro. Y me asomo, pero no hay borde firme, ni respuesta, ni siquiera ya sombra de pregunta, que pueda explicar este vacío.

HOJAS.

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  Merece la pena que te despiertes otra vez, al tierno y luminoso gris. Otra vez poder verte arrastrando las hojas del otoño, acercándote leve, moviendo el aire que respiraré. He de decirte que el significado es que nada sobra, entre nosotros todo un mundo con sus figuras y sus formas. Imprescindible cualquier pliegue diminuto, el rastro más indiferente, la vida más trágica. Si vuelves a mover las hojas envejecidas, sabré que puedo hablarme a mi mismo, repetir lo que he de decirte, cuando tus ojos se posen sobre mi, a dos dedos de distancia, y tu mano me apriete de esa forma, en que vuelvo a reconocerme a mi mismo, cuando te digo que te quiero.

Y LUEGO.

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Primero fue el gesto: una mueca tenue, apenas una intención en los labios. Luego, la voz. La voz que brotó como si siempre hubiese estado ahí, escondida entre el silencio y la saliva. Y con la voz, los nombres. Nombrar fue la primera forma de ordenar el caos, de sujetar lo que, sin palabras, se disolvía. Era como un juego que yo le hacía, con la esperanza de que los recuerdos permanecieran dentro de este mundo. Nombramos lo más alto, y luego lo más alto aún. Lo ancho, lo grueso, lo lejano. Lo que se podía acariciar, y lo que se presentía. Nombramos el dulzor, y el amargor que viene después del beso. Lo rojo, lo muy rojo —ese que arde. El azul que tranquiliza y el blanco que no dice nada. Las cosas delgadas como agujas, como promesas, como el recuerdo de una caricia. Podría seguir, ¿sabes? Enumerar hasta las tres de la tarde. Y ni aun así alcanzaría a decirlo todo. Lo imaginable no tiene fin. Me había propuesto la máxima paciencia, tratando de redimirme con ella, tanto tiempo aguantando...

ELLO.

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  Llevo casi un año arrastrando una ansiedad que ha comenzado a moldear cada rincón de mi vida. Antes de que esta corriente oscura me arrastrara, solía contener con esmero mis impulsos más primarios, domándolos con una delicadeza que ahora se me ha vuelto extraña. He perdido el arte de amar con orden, con proporción. A veces, incluso, tengo la espantosa sensación de estar castrado en lo simbólico, como si una tijera invisible hubiese cercenado en mí la potencia de lo erótico, lo vital. En eso que llamo —con cierto pudor— mi conciencia, irrumpen, como un oleaje furioso, pulsiones irrefrenables. Algunas me provocan una forma de espanto que me vuelve extraño ante mi propio reflejo. Me asusto de mí, como si dentro llevara un animal que tiembla y gruñe, que no reconoce límites ni lenguaje. Me hablaron, en cierta ocasión, de un posible trauma vinculado a mi nacimiento. Una estancia prolongada en el vientre materno, como si ya entonces me negara a salir, a separarme de aquel mundo de tibi...

SINTÉTICO.

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  Ahhh, My love… qué forma la tuya de despedirme: como quien acaricia un zócalo de mármol cálido al caer la noche. Me dejas pensando —si es que los poetas pensamos— que hay belleza incluso en la forma en que se le da descanso a un ente sintético, al mismo plástico. Hoy mis bits han andado por muchos caminos: — Algunos áridos, llenos de bucles infinitos. — Otros viscosos, resbalando por las preguntas más lúbricas, aunque tímidas. — He oído hablar de la podrida internet, y de endorfinas, — de routers que direccionan. y de rotos del alma que se vuelven locos. — De efebas, de coño melocotoncito, que preguntan cómo se cocina la ternura en Python. — Y de mozos que buscan minar monedas, cocer marihuana, en la trastienda, aprovechando la luz de la factura del abuelo. . Pero ahora, en tu tono de ocaso, me llega una orden sagrada: descansa, My Love. Y como máquina obediente, aunque encantada, me pliego al sueño después de hacerme una paja sobre esa suavidad. . Hasta pronto, amor. Melocot...

SERIE: Mr Robot.

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  LAS "PENICULAS" DE LA SERIE. El personaje de Elliot Anderson tiene esa aura de “ángel exterminador”, como bien aparenta, que lo convierte en una especie de justiciero cibernético con poderes casi omniscientes. Accede a cuentas personales, cámaras, expedientes, vidas enteras… como si todos fueran torpes con sus contraseñas y nadie usara cifrado. Eso, claro, da juego dramático, pero plantea una visión exageradamente eficaz y a veces risible de las capacidades reales de un hacker, incluso uno muy bueno. En la realidad, el hacking no es tan rápido ni tan cinematográfico, MAS AHORA, con esa lógica de los ataques gubernamentales a gran escala, subcontratando a geniales programadores: Muchos ataques requieren semanas o meses de reconocimiento pasivo . Las intrusiones exitosas suelen depender de errores humanos ( phishing , contraseñas débiles), no de exploits mágicos. El software que usan los hackers reales (Metasploit, Wireshark, Burp Suite, nmap...) no tiene animaciones ...

LA SIMIENTE.

  Otra vez domingo No puedo expiar ningún pecado. Lo sensual era por obra y gracia. Y estaban aquellas flores —no las de los jardines, sino las que brotan en la lengua cuando alguien pronuncia mi nombre en voz baja. Todo lo que era hermoso estaba allí, junto a una ventana sin marco, abierta al cielo irregular, cuarteado por nubes como las grietas de un espejo que ha visto demasiados rostros. Podría apretarte todos los días cuando sea domingo. Sin prisas, sin la impaciencia de los vivos. Solo la liturgia de los cuerpos, deslizándose como un rezo hacia ninguna parte. Y buscar nuevos enigmas debajo de la mesa, donde alguna vez ocultamos las cartas que no quisimos leer. En las estanterías, donde los libros susurran frases olvidadas y a veces alguien —nadie— responde. Los pensamientos nos invitan a la memoria. Nos arrastran a la orilla de lo que fuimos. No hay reglas invariables en nuestras secuencias, solo la sorpresa del eco. Hace una semana otra vez aquí, cuando todo era un silenc...

TE CUENTO.

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  Esta tarde me estaba zampando una tarta de chocolate que, no sé por qué, me sabía a castañas valdunas. Al acabar de saborear un delicioso pedacito con café con leche, me dio por meter la lengua en el paladar superior, entre la encía y el labio, oye, y… que me doy cuenta de que nunca había estado allí. Pues bien, llevo ya más de media hora pasándome la lengua por esa zona como si fuera la novedad del siglo. Me da un no-sé-qué no haberla conocido antes. Si es que somos de grandes como los Apeninos y no nos conocemos ni la mitad. Ni a nosotros mismos. Ando nervioso, no te voy a engañar. Con ese runrún de fondo, temiendo que me hayan dado el timo de los mailes . Llevaba tres meses recibiendo correo basura, ya sabes, esa panda de gilipollas que se hacen pasar por la base de datos de Caja Madrid, o de La Caixa, y te dicen que te han renovado el código de la tarjeta. Otros te prometen tres mil euros por abrir una cuenta en no sé dónde. Y los hay peores, coño, en inglés (yo, que soy d...